Pienso para atrás y veo imágenes de las personas que me han acompañado, con quienes he crecido de tantas maneras.
Los primeros que se me vienen son mis papás –Jaime y Ana María–, dos personas que han trenzado mi educación desde la sensibilidad, la fe, la honestidad y autenticidad. Me han enseñado que la vida es darse completamente a lo que creemos y a los que amamos. Me han dicho que no existen las medias tintas, las ni-chicha-ni-limonada o los “gallos-gallina”. Se debe ser siempre quien se es, y nunca avergonzarse de ello.
Mis tres hermanos siempre aparecen ante mí como nunca los conocí, como unos niños pequeños, a la par de mis primos. Jugando con sus bicicletas en la cuadra, llorando en sus piñatas, compartiendo la picardía y la complicidad de los tres mosqueteros. Todas esas fotos escondidas en un álbum que sigo nutriendo, ahora con fotos de sus logros, de sus viajes, de sus hijos, de sus nuevos caminos y de nuestras alegrías. Ante todo, ellos son para mí sinónimo de lealtad sin treguas, de llamadas de atención cariñosas, de ejemplo de coherencia.
Algunos profesores también inundan los recuerdos. Por ejemplo aquella maestra de cuarto primaria que volví a encontrar en la Universidad y ahora escribe también en Plaza Pública, o el profesor francés del que escuché en un mal español el primer discurso de Juan José Arévalo, cambiando así mi vida. En las aulas de la URL también recuerdo a profesores que me hablaban de una Guatemala que yo no conocía, o de autores que nos dejaban pensando más allá de la hora y media que duraba el período. Los maestros también abren las puertas de su casa los lunes por la noche para enseñar que aprender es el ejercicio del criterio, que va más allá de un conocimiento simplemente trasladado. Aprendí de mis profesores, de los profesores que recuerdo tan bien, que lo que se estudia se vive o no tiene valor. Como esa frase que Rosa Tock puso el primer día de clases en el Julio Verne: “Se estudia para la vida”. Desde hace más de 15 años que la recuerdo.
En la amistad he aprendido a construir, siempre a construir. Las amigas que he conocido, aquellas con las que nos juntamos no solo para saber cómo estamos, sino para hacer catarsis de una sociedad que nos dice cómo ser, son siempre las voces de los ánimos que necesito para seguir adelante. Con todas ellas inventamos nuevas formas de ser, contracorriente. O los amigos que me escuchan muy de noche, o que abrazan desde lo más cercano al corazón, ellos me han enseñado que el amor no tiene porque ser machista, porque hay hombres que se atreven también a ser diferentes. Hay hombres que se cuestionan, que se preguntan, y que deciden dejar el cómodo lugar en donde la sociedad los ha puesto y comienzan a recuperar también una humanidad negada. Es con ellos quienes nos juntamos también, no importa el lugar ni la hora, a caminar en direcciones alternas.
A mis casi 25 años, debo agradecer que soy el resultado de bastante encuentros. Pero soy también la orgullosa consecuencia de mucho cariño, amistad, alegría y sueños. Agradezco a aquellos a los que están lejos o cerca, con los que no hablo tanto y a los que me aguantan, ser parte de mis pasos.
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