En 2019, los principales indicadores macroeconómicos de Guatemala mostraron una realidad inquietante: por primera vez las remesas familiares del exterior lograron igualar en importancia a las exportaciones de bienes y servicios. El trabajo de las hermanas y los hermanos migrantes, los vilipendiados por una sociedad que los expulsó por la exclusión económica y social, por la violencia y por una muy compleja combinación de factores, llegó a ser el principal sostén del sector externo de la economía guatemalteca, y no las exportaciones, por décadas privilegiadas con beneficios fiscales y con un discurso que aún las sigue presentando como un sector prioritario.
Los migrantes en los Estados Unidos de América trabajan durísimo, en condiciones muy adversas, sin protección social y bajo el riesgo permanente de persecución por parte de las autoridades migratorias de aquel país. Las penas de los migrantes datan de décadas atrás, pero han alcanzado un máximo bochornoso con las políticas racistas y xenófobas del presidente Donald Trump, pese a que él y la totalidad de los estadounidenses se benefician de la mano de obra barata que para ellos representan los migrantes, quienes realizan tareas y proveen servicios que las y los estadounidenses no desean realizar.
Durante el gobierno de Trump es cuando hemos visto las peores escenas del salvajismo estadounidense al enjaular a niños y niñas, al hacinar a personas que incluso han perdido la vida por falta de atención médica al encontrarse bajo custodia de la Patrulla Fronteriza. Lo menos que Guatemala debería hacer por sus migrantes que retornan deportados, menospreciados por un gobierno que los criminaliza, es recibirlos con respeto y afecto, reconociéndoles su valentía y fortaleza.
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Sin embargo, las condiciones de las y los migrantes en Estados Unidos se han deteriorado severamente con la pandemia del covid-19. El desempleo está creciendo vertiginosamente, y las ya infrahumanas condiciones en los centros de detención regentados por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas estadounidense (ICE —o hielo— por sus siglas en inglés) están empeorando de una manera horrenda. El deterioro es tal que la mayoría de los casos confirmados en Guatemala en los últimos días son de migrantes deportados, es decir, de personas que se contagiaron en Estados Unidos y que el gobierno de Trump, en vez de atenderlos como exige el más elemental sentido humanitario, deporta enfermos, seguramente contagiando a las demás personas detenidas y deportadas. Así de inhumano y grotesco es el rostro de Estados Unidos de hoy.
Pero la pesadilla de los migrantes deportados no termina con su llegada a Guatemala, ya que sus propias comunidades y su propio país los rechazan. Y hasta amenazan con matarlos linchándolos, convirtiéndolos en apátridas de facto por temor a que contagien a más personas acá. Me parece que el temor a la enfermedad puede explicar, pero nunca justificar una actitud tan mezquina, egoísta e inhumana.
Urge una campaña que erradique el rechazo a los migrantes deportados, empezando por el Gobierno, tanto en sus niveles central como local. Las Iglesias y las organizaciones religiosas deberían demostrar coherencia y consistencia con su discurso y prédica haciendo llamados vehementes para acoger a las y los migrantes deportados como lo que son, nuestras hermanas y nuestros hermanos. A los que vengan enfermos se les debe conducir a los hospitales, y a los que den negativo en la prueba se les debe permitir hacer la cuarentena en sus hogares.
Los migrantes siempre han enfrentado peligros múltiples, y hoy estos se están agudizando y diversificando. A toda costa debemos impedir que el rechazo de sus propias comunidades sea uno más de esos peligros.
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