El fin de semana pasado me aventuré a ir a Lívingston con mi hija menor. A pesar de la insistencia de mi esposo de no ir hasta allá en pleno estado de sitio, me fui en bus (al que no le gusta el caldo, dos tazas, dicen). No es que sea imprudente o que me gusten las experiencias de alto impacto. Al contrario: antes de ir consulté con amigas que viven allá, y ellas me dieron certeza de que era seguro.
Tomé el autobús de Litegua, que sale de la zona 1, a las cinco de la mañana. El tiquete cuesta Q100 y el servicio es de buena calidad: asientos reclinables, aire acondicionado y pantallas individuales para ver películas, escuchar música o entretenerse jugando. El viaje es tranquilo, y se hace una parada técnica en Valle Dorado por aquello de que uno quiera cambiarle el agua al pajarito o comer algo. Hasta Puerto Barrios se tarda entre siete u ocho horas (incluyendo la parada). El equipaje va chequeado y le entregan a uno contraseña para reclamarlo en su destino. La empresa cuenta con terminales en ambos sitios, lo cual hace que el abordaje y la descarga sean cómodos y seguros.
En la terminal de Puerto Barrios, uno toma un taxi al muelle municipal y, de ahí, una lancha hasta Lívingston. El taxi cuesta Q15 y la lancha Q35 si es del servicio público o Q50 si se quiere una privada (a gusto del cliente). En total, uno paga, por persona, Q300 ida y vuelta. Nada mal considerando que usted va cómodamente sentado y disfrutando del trayecto. Para eso sirve el transporte público: para disuadirlo a uno de llevar su propio vehículo o para dar un servicio de calidad a los viajeros sin carro propio.
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Desafortunadamente, este servicio de transporte al interior no existe para todo el país. La región noroccidente está desconectada, y uno tiene que hacer transbordos improvisados y poco fiables. Esto hace que los viajes en bus hacia estos lugares sean incómodos y más largos. El país necesita una red de transporte extraurbano de calidad, que comunique a la capital con otros centros urbanos. Una estrategia de promoción de turismo debe pasar necesariamente por tener carreteras en buen estado y transporte público de calidad.
Por otra parte, Lívingston tiene un paisaje de ensueño, que invita a capturar en fotografías de larga distancia, pero, ya estando cerca, el paisaje se decolora y la realidad pega en la cara como una bofetada. Los desagües nauseabundos y los ríos de aguas negras reposan silenciosos en medio de un calor infernal. Las playas hermosas y seductoras en la distancia pierden su encanto al mostrar sin pudor botellas plásticas, bolsas, artículos de duropor, etc.
La playa Quehueche es dueña de los mejores amaneceres y atardeceres de Lívingston. Vestida de los más exquisitos tonos de azul, colinda con una costa blanca poblada de pelícanos y elegantes garzas. Todo un espectáculo. Solo que en el camino uno tiene que esquivar bolsas de basura, pañales sucios, botellas, condones y todo tipo de desechos plásticos. Esto, a pesar del sugestivo cartel que en letras grandes pide: «Si quiere una playa limpia, no la ensucie».
La gente de Lívingston es amable y alegre. El lugar es muy seguro. Quizá solo me quejaría del acoso callejero que abunda por esos lares. La comida es un tributo al buen paladar, aunque la oferta de restaurantes es escasa, igual que la de hoteles.
Allí hace falta impulsar la economía articulada a la actividad turística y que el Estado provea servicios básicos de calidad. Dicen algunos de sus habitantes que Lívingston es un gigante que ahoga a la gente porque no le ofrece salidas ni oportunidades. Los jóvenes huyen a Estados Unidos o terminan tragados por las drogas y el alcohol.
Lívingston es un paraíso con potencial, pero por ahora solo se queda en un lindo paisaje.
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