El sábado pasado, mientras acompañaba a mi hija en el hospital, la esperada noticia se hizo viral en redes. Biden era declarado ganador extraoficialmente por los medios. Ni un grito de alegría pude lanzar al viento, y la botella del espumante aún aguarda pacientemente en la refri.
Por más de cuatro años mi hija ha sufrido dolores pélvicos, sangrados abundantes y unos terribles cólicos menstruales. Los médicos que consultó, incluida una ginecóloga, le decían que era normal. Yo misma le decía que algunas mujeres tienen la mala suerte de sufrir estos achaques con mayor intensidad. Dichosamente, mi hija es más inteligente que yo y también conoce mejor su cuerpo, de modo que no se dio por complacida con las respuestas que le dimos. Hace poco visitó a otro ginecólogo, y esta vez el doctor le dijo que su dolor no era normal y que podría estar siendo causado por endometriosis.
Hasta ese entonces, aunque ya había escuchado de la enfermedad, poco sabía de ella. Mi primera reacción fue desconfiar del médico. ¿Cómo era posible que los doctores anteriores dijeran que era normal y que de repente este dijera que no lo era?
La endometriosis es un tejido similar al endometrio, que se engrosa, se descompone y sangra con cada ciclo menstrual, pero, debido a que este tejido no tiene forma de salir del cuerpo, queda atrapado y cubre otras áreas. Esto provoca dolores intensos, especialmente durante la menstruación.
Para comprobar el diagnóstico se tiene que hacer una laparoscopia. Durante semanas estuve dejando pasar el tiempo, esperando que a mi hija se le olvidara el tema. En mi cabeza de neandertal se agazapaba la idea de que a lo mejor mi hija era muy quejumbrosa y débil, incapaz de aguantar los dolores que nos toca vivir a las mujeres.
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Por suerte, mi hija insistió en hacerse el procedimiento.
Ese sábado en que el mundo democrático respiró aliviado por el triunfo de Biden, mi hija salió del quirófano con diagnóstico positivo de endometriosis. El médico tuvo que rasparle los ovarios y amputarle unos ligamentos que están fuera del útero, ya que hasta ahí había llegado el tejido anómalo.
Cuando el doctor me explicó lo que le había hecho, me puse a llorar. Dicen que el amor es lo más importante, pero eso no es del todo cierto. Yo amo a mi hija por sobre todas las cosas. Sin embargo, pudieron más mi mala crianza y el falso convencimiento de que la mujer debe sentir dolor y apechugar con este. Esta sociedad patriarcal nos ha hecho creer que es normal nuestro dolor. Es normal que nos duela cuando tenemos relaciones sexuales. Es normal que nos duela cuando nos viene la regla. Es normal que nos duela cuando parimos. Así vamos normalizando nuestros dolores y las violencias.
Mi hija regresó del quirófano mutilada y con heridas. Apenas abrió sus ojos y recobró el sentido, le pedí perdón. Ella es la guerrera heroica que escuchó a su cuerpo y que defendió su derecho a quejarse y a sentir dolor. Lo defendió de los médicos, de sus amigos y hasta de su propia madre.
Los padres nos creemos sabios y nos obligamos a ser los tutores de nuestros hijos. La verdad es que la aventura de la crianza es compartida y que a veces, muchas veces, nosotros aprendemos más.
La botella de espumante aguardará hasta que la pueda compartir con mi hija.
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