Primero fueron mis hijos, quienes dijeron que mejor no anduviera ventilando sus vidas en la internet, luego entendí que hay temas que son motivo de interminables discusiones y reproches, después salió el tema religioso, de ahí mi mamá comenzó a preguntar si era o no era ficción eso de que se me aparece el diablo y ahora.
Aunque sí tengo permiso de parte de mi empleador para hablar de cosas de mi vida, de mis pensamientos y todo eso, amablemente me recordaron que es mejor abstenerme de opinar sobre temas polémicos.
Así, se acabó eso de andar hablando (mal y bien) de Guatemala, de expresarme sobre el juicio del siglo, de preguntar si hay o no hay racismo en el país o expresarme sobre cómo uno de mis mejores amigos de la infancia se volvió supercristianisísimo -ese era el post de esta semana-.
Y es curioso. Porque de alguna forma es triste pensar que voy a perder una cantidad de lectores que me seguían queriendo encontrar sus pensamientos reflejados en mis textos.
Pero sé que hay otra parte de lectores, intuyo que quienes me quieren mejor, que detestan leer mis diatribas y están más interesados en saber cómo me está yendo. Ellos, supongo, van a echar las campanas al vuelo. O tal vez no tanto, quizá solo se pongan un poco contentos.
Volverán, como las oscuras golondrinas, los posts sobre mis estados de ánimo, sobre mis temores hacia el futuro, sobre mis batallas con el clima insoportable de este desierto olvidado de Dios. Aunque, la verdad, es que nunca se fueron esos posts.
Me dedicaré a ponderar cosas irrelevantes, como el vago temor que tengo al futuro inmediato, a la sombra de una mudanza que comienza a configurarse en el horizonte. La casa donde vivo era de una señora que falleció hace unos meses y desde entonces estoy con la preocupación sobre qué decidirán sus hijos hacer con la vivienda. Y me amarga un poco la idea de tener que mudarme, aunque puede ser que a lo mejor me lance a hacerles una oferta a los hijos. Quién quita.
Aunque quién sabe. Porque al final de cuentas, la casa es vieja -la construyeron en 1931- y es de esas viviendas donde hay que ir desnudo en verano y usar abrigo en invierno.
Eso a menos que pase como esta mañana, que encontré al ventilador y la calefacción en una batalla a muerte.
Ayer por fin llegó Toño a quitarle la funda al aire acondicionado. Decir “aire acondicionado” es una exageración. Es una cajota como del tamaño de una estufa que dentro tiene un ventilador y sus paredes son rejillas forradas de fibras empapadas de agua. Así, al pasar por las fibras húmedas, el aire seco y tórrido del desierto se enfría y humedece. Total que Toño llegó a quitarle el suéter al aire acondicionado, una como chumpa de lona que le ponen para que no se entre el frío y el polvo a la casa en invierno.
Y, como era la novedad del día, de un día bastante aburrido por cierto, dejé encendido el aire toda la noche y esta mañana me di cuenta que se me había olvidado apagar el termostado de la calefacción y esta estuvo toda la noche peleando contra el ventilador.
Y no sé, esas cosas son las que uno considera a la hora de decidir si uno hace una oferta o no a los sucesores. Más y más conforme el calor va apretando. Llegó de golpe. El verano llegó después de esos dos o tres días de transición que hay entre el frío invernal y el sofoco constante en El Paso.
Me dedicaré a cosas intrascendentes como comunicar que por tercer año consecutivo mi aventura de sembrar tulipanes resultó en fracaso. Y ahora estoy pensando que quizá no sea lugar para tulipanes y lo mejor sea dedicarme a cuidar unas papas que la señora de la limpieza enterró en mi jardín de enfrente.
Será mejor contar sobre cómo va aumentando mi nivel de felicidad conforme se acerca mi viaje a Indiana para festejar el día de la madre y el cumpleaños de mi sobrino y cómo ya es cada vez más cercano el día de volver a ver a mis hijos.
Después de todo, esas son las cosas que verdaderamente me importan. O, mejor dicho, son cosas en las que puedo influir directamente y tener efectos y resultados. Lo demás son bonitos ejercicios intelectuales.
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