Luego de los primeros procesos judiciales contra militares por crímenes ocurridos durante el conflicto armado en nuestro país y de las reacciones de los grupos de familiares y personajes finqueros y de derecha, la disputa se ha trasladado en las siguientes semanas a las columnas de opinión.
Para aquellos que no supimos hasta muy tarde qué fue el conflicto armado y lo tremendo que habían visto nuestros padres y sus amigos, es la primera vez que dimensionamos lo que se vivió (y se vive) ...
Luego de los primeros procesos judiciales contra militares por crímenes ocurridos durante el conflicto armado en nuestro país y de las reacciones de los grupos de familiares y personajes finqueros y de derecha, la disputa se ha trasladado en las siguientes semanas a las columnas de opinión.
Para aquellos que no supimos hasta muy tarde qué fue el conflicto armado y lo tremendo que habían visto nuestros padres y sus amigos, es la primera vez que dimensionamos lo que se vivió (y se vive) y de lo que no se ha hablado. Al fin tenemos la posibilidad de escuchar otras voces, de entender que no solo eran militares detrás de las políticas sangrientas del Estado contrainsurgente, sino también civiles de escritorio con todo y foto de “empleado del mes”, grandes empresarios y finqueros. La lucha es, entre otras cosas, por construir y reconocer una historia que dé cuenta de las lógicas menos obvias que en ese momento se desplegaban, y daban razón a la violencia política, estatal y paraestatal.
Muchas de las formas de violencia a las que nos enfrentamos hoy, cobran sentido en cómo y por qué fueron producidas, es decir que tienen raíces y se les puede comprender. La violencia en Guatemala tiene una historia, hubo quién la pensó, quién la aplicó y quién la sufrió. Sobre todo sigue siendo presente en donde a veces la víctima es también victimario y este último puede que también haya sido una víctima; vidas que dan cuenta de la complejidad de la violencia que va más allá de encasillar en buenos y malos. Darse a la tarea de comprender la violencia en sociedades como la guatemalteca (en donde supuestamente se terminó la guerra, pero que no significa el fin de la violencia) es atender al reto de demostrar que no se le puede ver como un rubro en el cuál invertir sin miras a perder.
Intrapaz e Ingep, dos institutos de investigación de la URL, propiciaron un espacio de encuentro y de reflexión para comenzar a desmenuzar la violencia en nuestro país. Saber, como dijo el antropólogo Alejandro Agudo Sanchíz, por qué la violencia convierte a las personas en “mapas dramáticos”, y a la vida en una cotidianidad de golpes físicos o no. Estos mapas no solo tienen una geografía –tan tangible como los cuerpos de mujeres y hombres–, tienen también una historia en la que seguimos navegando. Pareciera que buscamos las coordenadas en la brújula de la violencia. “Violencias en tiempos de la paz”, que siguen reproduciendo patrones nunca desmontados y que siguen cobrando su parte en vidas humanas, en noches de insomnio y de culpa, en hambre, en mandatos morales conservadores, en parejas que no respetan la dignidad de quien duerme a la par. Debiéramos detenernos por un momento, aun a medio mar, a saber cómo ir hacia otra historia.
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