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Los guardianes de El Porvenir

El Porvenir es la última parada de civilización antes de la “zona cero”. Para acceder hay que cruzar primero un retén policial.
“Gracias a Dios no hemos tenido intentos de robo. En una parte de La Reunión entraron ladrones pero de nada les sirvió porque estaba el Ejército".
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Los guardianes de El Porvenir

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En El Porvenir, el último caserío antes de llegar a la “zona cero” desde Alotenango, un grupo de vecinos se ha organizado para evitar robos. Dicen que han impedido ya tres intentos. Duermen en la aldea evacuada, con un ojo puesto sobre el volcán, a la espera de que el resto de sus vecinos regrese.

Francisco López Guerra, de 59 años, cree que lo peor ha pasado. Que el volcán de Fuego ya ha abierto nuevos barrancos y que estos ya son estables y no amenazan a su comunidad. Lo dice desde su domicilio en El Porvenir, el último caserío ubicado antes de llegar a San Miguel Los Lotes desde Alotenango. Su casa, en la orilla de la carretera N-14, que un par de kilómetros después está completamente devastada, es un improvisado puesto de operaciones. Allí se reúne un grupo de vecinos que, desde el día de la tragedia, decidió no marcharse a ningún albergue. Son los guardianes de El Porvenir, pobladores que realizan patrullas diarias para evitar los robos; para proteger lo poco que tienen. “Nosotros no hemos salido. Si nos vamos todos se nos roban nuestras cosas. Por eso no nos hemos ido”, dice desde su puesto de mando. Su vivienda es lo más parecido a un centro de acopio. En el patio, una especie de sala de reuniones al aire libre, donde los residentes en el caserío almuerzan, cenan y organizan la vigilancia. En un pasillo, decenas de botellas de agua, muchas empaquetadas. Víveres para facilitar la guardia.

“Iniciamos quedándonos diez. Luego éramos quince. El tercer día ya llegamos a 25. Ahora somos 43”, dice López, gesto serio, camiseta del Real Madrid. Según sus cálculos, El Porvenir tiene aproximadamente 800 vecinos. Hace tres años eran exactamente 765 pobladores. Lo sabe porque él mismo realizó un censo. La gran mayoría está ahora en alguno de los cuatro albergues de Alotenango. Sin su presencia, asegura, los ladrones tendrían vía libre para saquear las pocas propiedades de una comunidad humilde, conformada por agricultores, de casas de concreto y lámina. Él mismo ha trabajado en dos de las granjas de las inmediaciones. Entre ellas, Toledo, la que genera suspicacias entre los pobladores porque acusan al Gobierno de estar más preocupado en su infraestructura que en sacar a los muertos de la “zona cero”. 

Tres intentos de robo han evitado ya en los quince días sucesivos a la tragedia, asegura, López.

“Aquí la cosa no está nada fácil. Tenemos nuestros propios víveres, pero son 43 personas, todos por nuestro propio riesgo”, dice Brandon López, de 18 años, nieto del líder comunitario, estudiante en el colegio Valle de Almolonga, en Ciudad Vieja. Brandon también duerme en su comunidad desde el mismo día del desastre. Por la mañana, se arregla (camisa y corbata), y marcha a estudiar. El año que viene, “Dios primero”, irá a la universidad. Preguntado sobre la razón por la que jugarse el pellejo cuando toda su aldea ha sido evacuada, responde: “Lo hacemos por amor a la comunidad. Sabemos que a nuestros papás les ha costado todo lo que está, como para que alguien nos lo quite”. Su papá se les une los fines de semana, cuando descansa de su trabajo en Jutiapa.

Asegura que, en un primer momento, no tenían apoyo. Que acarreaban la comida a pie desde Alotenango. Ocho kilómetros de ida y otros ocho de vuelta. Desde hace unos días la municipalidad garantiza los tres tiempos. Agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) se encargan de distribuirlos.

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El Porvenir es la última parada de civilización antes de la “zona cero”. Para acceder hay que cruzar primero un retén policial. Si no eres vecino o periodista es difícil que te dejen avanzar. En la carretera principal se observan muchos perros, vagabundeando. Tienen hambre. Se acercan a los carros esperando que alguien les alimente. Cuando los humanos marchan, los perros se hacen con el control del territorio. Los primeros días, el caserío se encontraba cubierto por la ceniza. Las fuertes lluvias han limpiado el negro que tiñó los domicilios. Y han desatado los deslaves y lahares que caen por los barrancos que rodean la comunidad. Desde aquí se observa el volcán. Se puede ver cada vez que echa humo, amenazante. Este era su comportamiento habitual hasta el 3 de junio, cuando la lava se desbordó y provocó una masacre. La Coordinadora Nacional para la Prevención de Desastres (Conred) no ha variado sus cifras en los últimos días: 110 muertos y 197 desaparecidos. En San Miguel Los Lotes se han encontrado restos. Sin embargo, corresponde a los forenses determinar que se trata de la misma persona. El nivel de deterioro en el que llegan los cuerpos no permite asegurarlo a primera vista.

“Pedimos al Gobierno que nos eche una mano”, dice López, el joven. “Hemos sacado tres veces a ladrones de casas diferentes”. No van armados, así que presentarse en grupo y montar bulla es su principal garantía de expulsar a los forasteros que aprovechan su desgracia. Señala una casita ubicada junto a la de su abuelo. “Por allí intentaron colarse”, dice. “Son personas que no piensan”, reflexiona, sobre los ladrones. “Estamos pasando penas, ¿y ellos quieren hacernos más daño? Casi no dormimos cada noche”, dice.

Brandon López no es ajeno a la pérdida. Dice que cuatro familiares quedaron enterrados tras la erupción del volcán. A los vecinos de la zona no se les pregunta si han perdido allegados. Se les pregunta a cuántos lloran. Aquí los muertos no son cifras, tienen nombres y apellidos. Son Santiago o Juan, que vivían en Las Lajitas, las personas con las que convivieron durante años y están presentes en muchas conversaciones. Se analiza qué ocurrió para que les sorprendiese la lava, si alguien les avisó, si cometieron alguna imprudencia. Es muy humano que los vivos traten de racionalizar las ausencias y si se pudo hacer algo para evitarlas.

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“Lo difícil es que no nos han dado la oportunidad de que la gente regrese porque es una zona de riesgo”, lamenta el adolescente. “Todos estamos muy tristes por lo que está pasando. No es fácil olvidarte de tu comunidad de la noche a la mañana”.

El secretario ejecutivo de la Conred, Sergio García Cabañas, afirmó en conferencia de prensa que cuatro comunidades podrían ser declaradas “inhabitables”. Se trata de San Miguel Los Lotes, El Rodeo, La Reina y La Libertad. Esto implicaría que los vecinos de El Porvenir podrán regresar a sus casas, aunque no se sabe cuándo. El volcán sigue registrando explosiones entre moderadas y fuertes y, diariamente, el Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh) recomienda paralizar los trabajos de reconstrucción de la carretera N-14 debido a los lahares que bajan a causa de la lluvia. Desde el domicilio de los López es visible el cráter del volcán y el humo que expulsa periódicamente. Para los guardianes que no se han movido de su caserío, este es el comportamiento habitual del coloso, según su experiencia. El líder comunitario tira de raíces para reforzar su teoría. Dice que su abuelo fue propietario de 200 cuerdas en la zona (unas 78,6 hectáreas), que luego se vendieron y dieron origen al caserío. Asegura que cuando su madre tenía nueve años, el volcán explotó y dio origen a los barrancos actuales. Que su familia tenía terrenos en un lugar conocido como “Ojodeagua”, que se perdió todo y se instalaron en El Porvenir. “Primero Dios, no va a haber peligro”, se consuela.

Más de dos semanas después de la tragedia son perceptibles tensiones entre quienes decidieron quedarse en sus domicilios para evitar robos y aquellos que siguieron la orden de evacuación. Uno de los guardianes, que no se identifica, cree que los que se encuentran albergues “están de sobra”. Se queja también de diferencias entre la ayuda recibida. “Allí hasta dinero en efectivo les dieron. Aquí solo llega la comida”, dice sin más evidencia que su palabra. El grupo liderado por López tiene previsto legalizarse como Cocode (Consejo Comunitario de Desarrollo), lo que es observado con desconfianza por quienes están alojados en Alotenango, que alegan no haber sido consultados y no haber votado.

Tensiones lógicas al margen, lo cierto es que se han producido robos. Una de las víctimas es María Norberta Sucuc, de 47 años. Camina desde Alotenango con un plato y un saco con alimentos para los animales. “En mi casa se han robado unos pollos y unas palomas. Están entrando en las casas”, dice. Asegura haber perdido a nueve familiares. Cuenta que, el día en el que el volcán rugió, ella trató de escapar. Los bomberos se hicieron presentes a medio camino. Les evacuaron. Ahora se hospeda en uno de los albergues de Alotenango. La pulsera azul con la que se identifica a los damnificados certifica sus palabras.

No es la única que acude a diario a alimentar a los animales. Son las 6:00 de la mañana e Isaías Espinoza, de 38 años, antiguo trabajador del complejo La Reunión, llega a su vivienda cargado con un saco y una caja de cartón. Lleva panes podridos, en mal estado, que son aprovechados por los cerdos que tiene en su vivienda. Probablemente, sobras del propio albergue. Cada día realiza el mismo trayecto. Sale del centro de acogida ubicado en el anexo de la escuela Mario Méndez Montenegro cuando todavía no ha amanecido y acude a su domicilio, en la lotificación Santo Domingo, en el extremo de El Porvenir más cercano a Las Lajas.

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Existe patrullaje de la PNC. Los vecinos creen que no es suficiente. Los policías solo transitan por la carretera y los ladrones pueden colarse entre los matorrales sin ser vistos. Por eso vigilan.

Para Reginaldo Marroquín, que el mes que viene cumplirá 83 años, la tragedia se define como “20 minutos de oscuridad”. Luego, todo pasó. Se encontraba en su casa, desde donde tiene una vista privilegiada del volcán. Reside ahí desde hace 11 años. Los 44 anteriores los pasó en La Candelaria, una finca ubicada en las inmediaciones, en la que trabajó hasta que el patrón la vendió. Con el dinero de su indemnización compró su nueva casa. Nunca pensó que estuviese en peligro. Uno de sus tres hijos vive a pocos metros. Otro, también en las inmediaciones. Ellos marcharon. Él se quedó.

“Vinieron los bomberos ese mismo día, como a las 14:00 horas”, dice. “Yo les dije que si dejaba la casa abandonada ya no tendría nada. Para hacer otra vez ya no lo hace uno, porque el dinero no lo tiene en la vida uno”, explica. De nuevo el miedo a perderlo todo. Para un agricultor viudo, de escasos recursos, dejar atrás la casa que compró con los Q9 mil que le pagó el patrón al finiquitar la finca suponía arriesgarse a perderlo todo. No es irresponsabilidad, como sugirió días atrás el vicepresidente Jafeth Cabrera, es pobreza.

“Gracias a Dios no hemos tenido intentos de robo. En una parte de La Reunión entraron ladrones  pero de nada les sirvió porque estaba el Ejército. Querían romper una puerta pero cuando se dieron cuenta ya estaban rodeados. Ahora están en La Antigua presos”, asegura el anciano. No pudo corroborarse esta versión.

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Marroquín no participa en las rondas nocturnas, la que realizan grupos de entre cinco y diez hombres, las que parten de casa de Francisco López Guerra. Sin embargo, se siente más tranquilo con su presencia. “De Alotenango han venido, pero los echaron. Si no se retiraban ya se llamaba a la policía. Los muchachos que cuidan las casas los echan. Se juntan como ocho, rodean la casa. Que si bajaban otra vez y los agarraban, les metían sus leñazos. Ahora se quedan cuatro policías ahí ya no bajan. Tienen miedo”, dice. Esta versión es corroborada en el centro de mando de los vigilantes improvisados. “Ha venido gente de Alotenango a ver si están ocupadas las viviendas. En una oportunidad les dijimos a los soldados que se los llevaran. No queremos gente extraña. Si no estuviéramos nosotros hasta hubieran roto las paredes de las casas”, dice López, convertido en jefe de los guardianes.

“Aquí sería mentira decir que es inhabitable. Hemos estado viendo la situación y peligro ya no hay”, afirma. El domingo, sin embargo, los vigilantes fueron sorprendidos por el sismo de 5.7 en la escala de Richter. El miedo nuevamente se instaló en la humilde vivienda. A pesar de ello, el líder de los vigilantes sigue firme: hay que seguir protegiendo la comunidad hasta que sus vecinos regresen. Nadie puede decir cuándo ocurrirá el retorno.

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