En la actualidad, el ejercicio del poder público ya no es exclusivo de las élites pudientes económicamente. Lejos quedaron ya los regímenes aristocráticos y monárquicos. Los distintos grupos sociales tienen ahora la oportunidad de expresarse, influir y ejercer el poder, de manera que representan en no muy pocos casos los intereses de los grupos hasta recientemente subalternos.
Evidentemente, Guatemala no es uno de esos casos. En nuestro país, la democracia continúa siendo simple sinónimo de elecciones, a tal grado que los nostálgicos del autoritarismo siguen defendiendo a los gobiernos militares de la década de 1970 como democráticos. Pero la democracia es mucho más que elecciones. Es el ejercicio del poder directamente delegado por los electores, por lo que es a ellos a quienes se debe dar información permanente sobre todo lo actuado y son las necesidades y los intereses de estos los que deben ser atendidos.
Hay, en consecuencia, dos actores principales en toda democracia: el elector y los que se proponen para ser electos. Si uno de ellos no se comporta de manera clara y directa con relación al otro, la democracia pierde su esencia y sentido. El elector necesita suficiente y detallada información sobre lo que los otros pretenden hacer, así como de qué instrumentos y acciones se servirán para lograrlo. De ahí que, sin información —que no debe confundirse con propaganda—, no hay democracia posible. La información debe fluir tanto en el proceso electoral como en el período del ejercicio del poder. En el primer momento, para que la selección de los responsables de las acciones públicas responda a los intereses de grupos determinados de electores. En el segundo, para confirmar que lo propuesto se ha tratado de cumplir.
La democracia, en consecuencia, no es solo el proceso electoral, sino también el ejercicio del poder.
En el primer momento, el de las elecciones, son varias las opciones que tendrían que ponerse a discusión y debate, de modo que cada una represente distintos intereses y visiones de sociedad. Electores y posibles elegidos forman un todo continuo. Si algunos grupos de electores no se consideran representados por ninguna de las opciones en competencia, necesario resulta que puedan construir la suya. De otra manera, la democracia no solo pierde calidad, sino, lo más peligroso, puede resultar inexistente.
Satisfacer los intereses y cubrir las necesidades de un grupo puede afectar a otros, por lo que convencer a unos de la posibilidad de esa satisfacción y a los otros de la necesidad de asumir esos costos con otros beneficios es la razón de los debates y los procesos de información. Si no hay claras diferencias de propuestas, y grupos sociales debidamente identificados con ellas, las elecciones no tienen mayor sentido y, de nuevo, la democracia es un simple artificio lingüístico.
Aquí tenemos ya dos grandes limitaciones en el sistema político guatemalteco. Los interesados en ejercer el poder poco o casi nada se diferencian entre sí en sus propuestas y métodos, con lo que gruesos grupos de población no llegan a ver representados sus intereses en ninguna de las propuestas. Pero además, los competidores simplemente se promueven y hacen propaganda sin trasladar a los ciudadanos suficiente y detallada información de sus propuestas y métodos para lograrlas. En el último proceso electoral, un grupo político nos dijo que la violencia y la criminalidad serían reducidas de manera significativa, casi absoluta, con «decisión y carácter», propaganda que les permitió conquistar a amplios grupos de la clase media y ganar las elecciones. Sin embargo, como no describió claramente sus acciones, resulta que tres años después no solo no se redujeron los índices de criminalidad, sino, lo más angustioso, en algunos casos se han incrementado de manera espeluznante.
En los sistemas presidencialistas, la elección del jefe del Ejecutivo es para escoger a quien debe gerenciar el poder público en el corto plazo, con la posibilidad de dejar trazadas las líneas estratégicas para el mediano, en tanto la de los diputados implica escoger a quienes vigilarán que tales acciones se realicen de acuerdo con la norma, a la vez que establecen los acuerdos posibles para lograr el progreso de la sociedad en el mediano y largo plazo. La claridad de las propuestas de unos y otros debe ser, en consecuencia, una exigencia básica, y el elector debe tener claro qué gana y qué pierde al votar por unos y no por otros.
En consecuencia, los electores tienen no solo el derecho, sino también la responsabilidad de recoger información sobre quiénes son los que pretenden gobernar y legislar, de manera que su voto sea real y efectivamente un acto democrático. Sin electores debidamente informados, con posibilidades reales de escoger a partir del contenido y sentido de las propuestas, la democracia, de nuevo, no puede ser posible.
Llegamos así a la importancia del voto. No el voto a cualquier candidato, sino a aquellos que de una u otra forma representan nuestros intereses de grupo, los que son diversos y variados. La insatisfacción con las ofertas y propuestas solo tiene implicaciones democráticas si los insatisfechos avanzan en la construcción de sus propias alternativas. Y en modelos políticos pseudodemocráticos como el nuestro, eso no se logrará como una dádiva de quienes por más de medio siglo han detentado y usufructuado el poder. Implica construir alianzas desde la base social, detectar los espacios más efectivos para la acción política y, sobre todo, dejar de lado los maximalismos. Si bien la insatisfacción puede conducir al hastío y hasta a la desesperación, solo tiene efectos democráticos si conduce a crear o escoger alternativas que permitan imaginar acciones públicas diferentes. Llamar al voto nulo no aporta nada en esta dirección.
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