Esta semana, el presidente del país más poderoso del mundo le dedicó 20 minutos de su vida en un discurso lleno de odio, lleno de fascismo, lleno de miedo.
Ilhan Omar fue una refugiada durante cuatro años en un campo de Kenia. Huía de una guerra tercermundista. Vivía su vida de niña en la precariedad, en la incertidumbre.
Ilhan Omar llegó al Congreso de los Estados Unidos de América representando una forma de ver el mundo (su sociedad), emergiendo de los barrios y proyectándose como latigazo en las conciencias blancas y hegemónicas.
El 17 de julio de 2019, miles de personas gritaban en un acto ¿político-electoral? «send her back» (depórtenla), después de que Trump la acusara de no querer a Estados Unidos, de simpatizar con los terroristas islámicos. Durante su discurso, apretando los labios, alzando el dedo amenazante, siguió con su estrategia para las elecciones del próximo año: hacer de la raza, la religión, la migración y el idioma el centro y razón de ser de su candidatura. El nieto de inmigrantes, el exesposo y esposo de inmigrantes, no ha entendido nada. O lo ha entendido todo.
El ejercicio del poder puede asentarse como contrato social en muchos valores o antivalores. Trump ha elegido la vía del odio y la confrontación, de la desconfianza y el desencuentro, de las hogueras y las brujas, de las antorchas y las capuchas. Ha instalado el discurso en los grandes medios. Lo ha normalizado, lo ha exportado y está señalando el camino en ondas telúricas que llegan a Brasil, a Hungría, a Polonia, a Italia, a España, a Austria, a Francia.
[frasepzp1]
El odio se siente en las redes. La facilidad del insulto y de la amenaza recorre como sustancia tóxica los puentes alguna vez abiertos. No hemos aprendido nada. Cedimos nuestras libertades en nombre de la seguridad después del 11-S. Al mundo lo hicieron cambiar artificialmente porque le convenía al poder. Cámaras, visas, revisiones, caminar por los aeropuertos descalzos, guardar los celulares, dejarlos en cajillas de seguridad. Un champú puede ser un arma, un agente químico. Todos somos sospechosos. Nos empujan en rituales de control y cedimos. Les cedimos nuestra inteligencia, nuestra humanidad, nuestro raciocinio, y ahora hacemos fila mirando para abajo cuando nos lo piden.
Ya nos habían educado para obedecer, para aceptar sin objeciones las verdades teológicas dibujadas en catecismos y escuelas dominicales. Así nos preparaban para enfrentar al mundo. Sabíamos sumar y firmar compromisos, hipotecas, papeles, hacer cuadros en Excel, leer un texto y comprar libros de superación, de márquetin, y hacernos fotos, casi siempre fotos en las que estamos solos. O estamos solos rodeados de personas que también están solas, dándonos la espalda, mientras ellas también se toman fotos en una historia sin fin. Fotos y soledad.
Aislados y sin comunicación posible, una cárcel llena de voces, cada vez más altas, más agresivas, más censurables, hasta que optas por callar y aceptar. Y poco a poco vas tomando palabras, actitudes, retóricas, y ya no las ves tan mal. Te dices que ellos tienen el derecho de defender su país, como yo tengo derecho a defender el mío. Defensa como acto legítimo.
Los enemigos son múltiples. Siempre habrá enemigos hasta que nosotros nos convirtamos en el enemigo irracional de alguien más, hasta que estemos sentados en medio de un cuarto completamente blanco mientras unos pasos decididos se acercan a la puerta y nos preguntemos: «¿Cómo diablos paré aquí?».
Más de este autor