Desde la concepción del contrato social, se parte de la idea que todos los miembros de la sociedad han estado de acuerdo en la formación del Estado y en ese sentido, aceptan autoridades, normas, derechos y obligaciones, en nombre del orden social y el bien común. Sin embargo, esa idea en Guatemala es nada más ciencia ficción. El Estado que tenemos fue creado hace unos 200 años como instrumento al servicio de los intereses de las élites -con sus distintas variantes y transformaciones hasta la actualidad.
En función de esos intereses se han creado las instituciones y colocado determinadas personas para “operativizar” ese sistema. Le nombraron democracia, hicieron leyes, pusieron partidos políticos y organizaron elecciones. Todo, para que los habitantes crean que ese sistema y Estado les pertenece y por ende, lo tienen que respetar y defender.
Siempre me he preguntado por qué hablamos de “las instituciones” como si fueran grandes entes abstractos o máquinas que funcionan por sí mismas. Hablar de las instituciones sería algo coherente en un país donde éstas fungen como reguladoras de los intereses, necesidades y tensiones entre los diferentes grupos sociales y finalmente, favorecen el bien común. Sin embargo, en Guatemala esto no es posible.
No podemos vivir refiriéndonos a ellas como esos entes abstractos, cuando bien sabemos que son espacios creados para mantener y expandir el poder de los poderosos. Espacios con personas al frente, con nombres y apellidos, que se prestan a ese teatro, con tal de quedarse con lo que salpica. Por supuesto que hay excepciones, pero es muy difícil que personas honradas, con auténticas ganas de sacar adelante al país, lo hagan dentro de un sistema que no está diseñado para ello.
Las personas que son funcionales para este sistema son esos funcionarios que directa o indirectamente ayudan a mantener el orden establecido. Personas que trabajan activamente (como un diputado que pasa una ley que favorece ciertas empresas como maquilas o mineras) o bien, pasivamente (como un ministro de educación o salud que no trabaja por la educación o la salud pública).
En ese contexto se encuentran los flamantes magistrados de la CSJ y la CC que tanta noticia han hecho en los últimos meses, emitiendo fallos que retrasan la justicia en un proceso histórico por genocidio y quitando a una fiscal que estaba tocando talones de Aquiles.
Que nos digan ahora que porque lo dicen los magistrados tenemos que agachar la cabeza y entonces “respetar el Estado de Derecho” y la institucionalidad, en nombre de la democracia y la gobernabilidad, es como si nos estuvieran viendo la cara de tontos. ¿Saben por qué? Porque muchos sabemos que los fallos, las leyes, los mandatos, las instituciones, el sistema de partidos políticos, los funcionarios, etc. son sólo piezas del juego de otro equipo que no es el mío ni el de la mayoría de guatemaltecos y guatemaltecas.
Ghandi dijo “cuando una ley es injusta, lo mejor es desobedecer”.
Ese llamado a aceptar veredictos sin mayor razonamiento crítico puede funcionar en algunas religiones o ejércitos, pero no se puede pedir a ciudadanos y ciudadanas que reivindican una ciudadanía activa y que tienen ganas de ver un país diferente, justo y solidario. Yo, por ejemplo, no me adscribo a este Estado; no lo siento mío porque no me representa. Y así como yo, hay más casos.
Para mí, la democracia y la institucionalidad de un Estado en un país como éste, muchas veces carecen de significado, pues han sido instrumentalizados por los poderosos para buscar legitimar el orden establecido, en el que, claro, salen ganando. Y mientras sigamos hablando de “el Estado” y “las instituciones” en abstracto no vamos a ver a las personas y corporaciones detrás del caos de país que tenemos y seguirán operando con total impunidad.
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