Mis tulipanes están marchitos y resecos. Me dieron tres flores cuyos pétalos se deshicieron como pergamino por el sol abrasador y el único consuelo que tengo es que ya se vino la época de ir a nadar sin temor de pescar un resfriado cuando uno sale de la piscina con la calva toda empapada.
Y es en medio del bochorno que decido poner una película para pasar las últimas horas de la tarde, ese rato en que el sol incendia la parte trasera de mi casa y el único lugar en el que se puede sobrevivir es en el sofá de la sala.
Escojo La Batalla de Argel, una película filmada como si fuera un documental que narra el surgimiento y derrota, gracias a torturas atroces por parte del ejército francés, del Frente de Liberación Nacional de Argelia. Una especie de Zero Dark Thirty, sin los efectos especiales ni la grandilocuencia o la moralina que suele acompañar a las películas gringas.
Hasta ayer, la guerra de Argel evocaba dos cosas para mí. A mi padre contándome cómo mis abuelos decidieron volver a la miseria en España, luego de tener un relativamente buen pasar en Argelia, cuando un tendero árabe puso la cabeza decapitada de un europeo sobre el mostrador, un poco para contarle a la clientela cómo más o menos estaba la cosa. Y por otro lado, la obsesión de uno de mis primeros jefes sobre cómo en la Escuela de Guerra en París Benedicto Lucas había aprendido de los franceses las mañas de la tierra arrasada y las masacres.
Ayer me quedaron un poco más claras ambas cosas y una más. Hacia el final de la película, cuando ya los franceses le habían roto el espinazo a la insurgencia, el jefe de los militares da una conferencia de prensa y los periodistas le preguntan sobre los métodos utilizados para desbaratar a los insurgentes y el uso de la tortura como herramienta para obtener información de la gente que iban capturando. Entre paja y paja el hombre admite que sí, que sí torturaron a la gente, y añade que quizá esa no debería ser la pregunta. “La pregunta es si France debería estar en Argelia”, dice ya medio encabronado.
Al final de cuentas, supongo que mientras los académicos del derecho debaten si hubo o no hubo genocidio, si decir que es genocidio es un recurso legal para burlar el subterfugio de las leyes de amnistía y la prescripción de los delitos y aún poder juzgarlos, mientras se determina si el testigo vale o no y si se puede o no apuntalar un caso con un tipo que habla con la cara tapada en Skype, para mí la pregunta es otra.
La pregunta es si “Francia debería estar en Argelia”, si vale la pena el costo que tiene determinada empresa.
La pregunta es, al final de cuentas, cuántos muertos son suficientes muertos para mantener el estado de las cosas. En qué momento se traza la línea y se dice: “Hasta aquí, esto ya no estoy dispuesto a hacerlo”.
Quizá esa sería una buena pregunta para los acusados. ¿Será que alguna vez se plantearon en qué momento ya no era moralmente sostenible –al menos desde su punto de vista– continuar con la matanza?
O mejor aún, quizá los acusados deberían interpelarle a usted. ¿A usted en qué le beneficiaron las masacres? ¿Qué intereses suyos le protegieron? ¿Está de acuerdo con el costo?
Porque al final de cuentas, no deja de ser una victoria para quienes les persiguen ver a los acusados con los audífonos en la oreja (en una versión posmoderna de los juicios a los nazis) escuchando a las víctimas relatar los horrores vividos.
Pero ellos son solo dos de miles, de cientos de miles de guatemaltecos que estuvieron de acuerdo en que el precio de defender sus intereses, su forma de vida, su concepción del universo valía lo suficiente en términos de vidas humanas como para ni siquiera hacer cuentas de cuánto iba a costar.
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