El Che no dejó de hablar de sus valores e ideales nunca, porque éstos eran parte cotidiana de él. En una de estas cartas redactada lejos de Cuba, poco antes de morir en Bolivia y que sería Fidel quien se las entregaría a Hilda, Aleida, Camilo, Celia y Ernesto, les recordaba: “Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario”.
Hace casi una década ya, hablé con mi papá sobre el Che. Me recuerdo muy bien de ese día, me había escapado con un amigo del colegio. Fue la primera y la última vez que lo hice –y me cacharon–, pero nunca me arrepentiré de haberlo intentado porque ese día escuché a Jaime de manera diferente. Yo le decía que había que luchar contra las injusticias, que siempre me lo había dicho él, que el mundo tenía que ser mucho mejor y que Guatemala tenía que apurar los cambios, “como el Che, papá, que organizó y peleó por una revolución de verdad”. Entre esas luchas contra la injustica por una realidad más digna, también pensaba que la religión de mi casa era sólo una estructura de poder más, que oprimía y reprimía. Yo había decidido dejar de ser católica y creer con fe ciega en ¿el socialismo? ¿O comunismo? Cualquiera de los dos, cuestión de matices a los 17 años.
Me miró en silencio, suspiró largamente, y me contó su historia. Comenzó relatando lo que se sabía del Che, cómo se recibió la noticia de ese hombre muerto en un país del sur, en dónde intentaba luchar también por aquellos que sufrían los privilegios de otros. Me contó de la guerra que vivió, de algunas noches que pasó solo, me habló de sus amigos, me habló de cómo él tampoco era muy cercano a la religión, y cómo encontró en su corazón un camino revolucionario interior y que luego serían las raíces para saber el porqué de luchar en Guatemala. Claro, desde otras trincheras.
Ésa sería el primero de muchos otros encuentros que darían sentido a mis años universitarios, que de alguna manera guiarían mis búsquedas y mis posturas. Esas palabras que Ernesto diría a sus hijos, las he escuchado de muchas maneras de Jaime. Más importante, las he aprendido del ejemplo de un hombre que empatiza con el dolor de los demás, que siempre está presto a ayudar, que nunca niega una palabra de consuelo y un momento para escuchar. De él he aprendido a hacer la revolución.
Cuando terminé mi bachillerato, y despedía a mis amigos que se preparaban para iniciar su universidad en Francia, Jaime me dijo que también me podía ir, él se comprometía conmigo a darme dónde dormir y qué comer para que yo pudiera trabajar y así pagar luego mis estudios fuera. “Aunque yo creo, me dijo, que deberías quedarte en Guatemala, conocer su realidad y comenzar a trabajar por tu país”, era lo que siempre me repetía en mis momentos de indecisión. Son como las palabras que le escribió en 1967 el Che a Hildita, su primera hija: “Acuérdate que todavía faltan muchos años de lucha, y aun cuando seas mujer tendrás que hacer tu parte de lucha. Mientras, hay que prepararse, ser muy revolucionaria, que a tu edad es aprender mucho, lo más posible, y estar siempre lista a apoyar causas justas”. Sin mi papá no hubiera amado tanto este país, y no hubiera hecho de Guatemala el corazón para pensar otras realidades más humanas.
Los cariños que despedían las cartas del Che, esos besos del “tamaño de un elefante” o del “tamaño del mundo”, me hacen recordar los besos chiquititos que mi papá me daba después de comulgar. Ese gesto para compartir conmigo lo que para él es hasta hoy la razón de su revolución, se convirtió para mí en la profunda enseñanza del amor, la razón sin límites para toda esperanza, y mi agradecimiento total a un hombre que tal vez no es ni un ícono, ni tan célebre como el Che, pero que me enseñó a vivir. Y a saber que hay una vida plena, mucho más plena, por construir con hombres y mujeres nuevas, que tengan un corazón grande para contar otras historias.
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