Aquello de que a cierta edad de los hijos los padres se les acercan para tener «esa conversación incómoda», como la retratan casi siempre las películas de adolescentes de Hollywood, no fue lo nuestro. Desde pequeña a Amanda la inquietó más la mecánica de la concepción que la explicación científica de la unión entre el óvulo y el espermatozoide. Ahora, en su edad de plata, nuestras conversaciones sobre sexo son más parecidas a las de dos amigas. Nuestras pláticas están hechas con humor, cariño y franqueza, en las cuales lo más importante es lo que las dos aprendemos.
Quisimos compartir esta experiencia nuestra esperando romper el tabú de que con los hijos no se habla de sexo y de que, si se hace, tiene que ser impreciso y aburrido para que el adolescente no se sienta atraído. Venga, pues, la primera de estas pláticas, que ojalá disfruten tanto como nosotras.
—¿De qué quieres que hablemos hoy? —le pregunto a mi hija.
—Vamos a hablar de sexo, ¿verdad? —contesta ella con malicia—. Hablemos de cómo viven los jóvenes el sexo, de cómo se les inculca vivirlo —propone después.
Me quedo pensando en el verbo que ha empleado. «Inculca», ha dicho. No preguntó cómo lo viven, sino cómo se los induce a vivir el sexo. Acotación interesante de entrada.
—¿Cómo fue tu primer encuentro sexual, ma?
—En mi primera relación era el hombre quien llevaba la batuta. Por alguna razón supuse que él sabía más que yo. Era, en ese sentido, una relación de maestro y estudiante —respondo—. ¿Cómo fue contigo? —le devuelvo la pregunta.
Ríe, calla unos segundos y luego responde:
—Creo que a mí me afecta mi vocación de cineasta. Desde un principio tenía en mi mente la escena exacta de cómo quería que fuera. Era importante para mí que mi compañero conociera esa visión para que yo no me arrepintiera, de modo que le compartí el guion antes de comenzar a filmar. ¡Ja, ja, ja!
Hace una pausa y agrega:
—Sin embargo, creo que la mayoría de las mujeres tenemos esa concepción de que es el varón el que tiene que tomar la batuta. La idea de ser nosotras las maestras nos incomoda.
—¿Por qué?
—Porque no estamos acostumbradas a estar en situaciones de control, particularmente en las relaciones sexuales.
—Y una mujer que exprese control y conocimiento de su cuerpo y de su sexualidad es vista como una prostituta —le complemento la idea.
—Claro —dice ella—. La mujer que expresa lo que quiere, cuándo lo quiere y cómo lo quiere es percibida como jugada, como de la buena vida.
—Además —añado—, esa mujer puede ser vista como competencia por su compañero sexual porque le está arrebatando el rol social que él tenía asignado: el de macho conquistador que seduce y guía el acto.
De golpe vuelvo a aquella palabra que dijo Amanda al inicio: «inculca». La sociedad nos inculca cómo debemos vivir nuestra sexualidad. Nos dice qué roles debemos cumplir.
Como si estuviera leyendo mi mente, Amanda retoma diciendo:
—Algunos hombres (muchos, a decir verdad) acarician a la mujer para darse satisfacción a sí mismos. Nos agarran los senos con fuerza, no para dar una caricia, sino porque eso los excita a ellos. Es su placer el que están satisfaciendo, no el nuestro.
—Nos tratan como el control remoto de la TV —agrego con sarcasmo—: comienzan con besos, pasan a las tetas y luego se van directo la caja de Pandora.
—O cuando, después de un beso, te piden que vayas downtown y creen que tienen derecho a pedirlo porque te compraron McPatatas —dice ella entre risas.
Y luego cierra diciendo:
—En la relación sexual no debe haber un subordinado y otro que domina. Los dos deben disfrutar y complacerse mutuamente y sin miedos.
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