Prácticamente, cualquier persona que de 1968 a la fecha haya participado en las permanentes protestas realizadas en Estados Unidos conocerá o habrá oído del sacerdote rebelde Daniel Berrigan. En las marchas en contra de la segregación, Berrigan, al igual que muchos otros clérigos religiosos (no solo católicos), hizo acto de presencia. Durante las protestas contra las guerras de Vietnam y de Corea, contra las recurrentes invasiones de Estados Unidos en América Latina y en Afganistán y contra las dos guerras en Irak, Berrigan siempre estuvo allí. Y recientemente, cercano a sus ochenta años, acompañó a los indignados estadounidenses que ocuparon Wall Street y protestaron frente al parque Zuccotti. Claro, Žižek se llevó los reflectores en dicha protesta, pero allí estaba también el viejo Berrigan.
Podríamos decir que se trata de otro jesuita rebelde, pero esto no le hace justicia.
Berrigan, como muchos otros jesuitas, motivaba a sus estudiantes a conocer el mundo fuera de la cátedra. No por razones de llenar un currículo, sino porque dicho conocimiento es fundamental para el estudiante universitario. Todavía recuerdo cómo los estudiantes de la Iberoamericana adquirían esa experiencia de campo al visitar las zonas pobres conurbadas de la ciudad de México y salir de la burbuja de comodidad en la cual muchos se encuentran. Actuando quizá en contra de sus propios intereses de clase, hay una formación que amarra la teorización a la comprensión del mundo desde otras realidades. Así lo entendía Berrigan y así lo hizo en su primer puesto académico como profesor en Cornell. Y no sin meterse en graves problemas. Fue en ese mismo lugar, dicho sea de paso, donde Berrigan acompañó a un grupo de manifestantes para robar y quemar algunos papeles de conscripción bajo el argumento de salvar vidas. Berrigan, no sin antes rezar algunos rosarios, tomó parte en lo que consideraba justo. Años después ingresó —con otros manifestantes— a una instalación nuclear, quemó documentos y destruyó algunos aparatos. ¿Por qué?
Porque salvar vidas era una cuestión de conciencia. Quizá la carrera nuclear entre las potencias no se detuvo por los actos de Berrigan, pero él obró con base en su conciencia.
Cuando yo lo escuché en una videoconferencia transmitida en la Universidad de Massachusetts en 2001, me sorprendió que su discurso estuviera siendo compartido en una universidad de extrema izquierda liberal, además de atea. La estatal Universidad de Massachusetts había sido siempre un reducto sesentero perdido en el tiempo. El primer caso de inmolación para protestar contra la guerra de Vietnam tuvo lugar allí. La única capilla que había en el campus, construida en 1865, tenía cubiertos los vitrales para no desplegar ningún símbolo religioso en el espacio púbico. Y esa fría mañana de 2001 un avejentado sacerdote hablaba no precisamente a su público natural. Pero Berrigan (un líder del tipo que tanta falta nos hace) supo romper muros argumentando que, cuando la sangre de los inocentes clama desde la tierra, tomar la causa de los sin voz es unirse al sentido profético. Recordó que la tradición monoteísta se construye sobre los símbolos del pan y el vino, que no requieren derramar sangre para conformarse, y que buscar la justicia de la misma manera como el profeta lo hacía frente a los poderosos era un llamado para todos.
En esas semanas, la segunda invasión de Estados Unidos a Irak comenzaba a mostrar su cara brutal.
El reino de los cielos, dijo Berrigan, «es un reino de imperativos morales que hacen que no resistamos el deseo de actuar, de clamar en el desierto, aunque nos corten la cabeza; de expulsar a los cambistas del templo aunque luego nos crucifiquen». Con esto daba a entender que construir una sociedad justa, o acercar el reino, es una cuestión en la que cada persona busca la justicia no por razones de militancia, no por razones ideológicas, no por moda pasajera. Ni siquiera por razones de religiosidad, pues eso queda, si se es inteligente, en el diálogo privado que cada uno sostiene. Optamos por las causas justas porque el grito de la conciencia no nos permite vivir sin hacer algo al respecto.
El camino que cada quien elige para construir el reino es un camino individual: militancia, docencia, activismo, función pública, etc. En efecto, nuestras pequeñas acciones no van a detener los grandes procesos, así como las acciones de Berrigan no evitaron las bolsas llenas de jóvenes muertos retornados de Vietnam, el brutal número de víctimas tipo daño colateral ni los niños quemados en Vietnam.
Pero Berrigan, en su propia historicidad, en sus actos individuales que inspiraron a su entorno de comunidad, hizo la diferencia. Y de eso se trata.
El reino de los cielos es un reino de seres humanos con conciencia o no es nada.
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