¿Será porque nos cuesta creer que en esta ciudad se pueda celebrar la cultura cuando no podemos ni celebrar condiciones de vida básicas y dignas para todos? ¿Será porque sabemos que en esta ciudad no todos son igualmente atendidos en sus demandas y necesidades?
Bien sabemos que no es lo mismo vivir en una colonia exclusiva, como La Cañada, en la zona 14, que en una colonia popular, como la Sakerti, en la zona 7. Mientras que en la primera hay agua todo el día todos los días, en la segunda el agua solo cae ciertos días a la semana en las madrugadas. Las personas tienen que levantarse de madrugada a llenar barriles con agua para que les alcance todo el día y poder bañarse, lavarse los dientes y las manos, lavar los platos y cocinar. Y, en teoría, todos pertenecemos a la misma ciudad.
En La Cañada, la mayoría de personas tienen sus vehículos propios y no necesitan recurrir al transporte público, contrario a lo que sucede en la Sakerti. Y allí está el sistema de transporte, con todas sus fallas —que no son pocas ni pequeñas, pues a diario ponen en riesgo la vida de los usuarios—, y las personas tienen que aguantarse.
Y así podemos seguir citando ejemplos que no nos hacen sentir orgullosos de esta ciudad. Yo no me siento orgullosa del autoritarismo, de la discriminación, de los prejuicios, del irrespeto y de la soberbia que la autoridad esparce contra su población; de ver cómo la Policía Municipal anda atormentando a esos que en otros lados llamarían emprendedores y se las rebuscan para ganarse la vida, los vendedores informales; y tampoco me siento orgullosa de cómo echaron a los patinadores del parque San Sebastián.
Pero bueno. Claro que no todo es malo. Tampoco quiero negar cosas positivas que las autoridades han venido haciendo. Lo que pasa es que estamos acostumbrados a agradecer que los funcionarios públicos hagan cosas, cuando en realidad lo que están haciendo es el trabajo para el que fueron elegidos y por el que todos les estamos pagando.
Ciertamente hay funcionarios con vocación de servicio y compromiso (quienes hacen el trabajo que no se ve), así como avances y trabajos dignos de admirar, como la recuperación de espacios públicos como Pasos y Pedales y el Paseo de la Sexta (sin olvidar los negocios detrás de estos) o las escuelas de ballet, orquestas y coros que están al alcance de niñas y niños que de otra forma no podrían costear este tipo de actividades artísticas. Y es que, lamentablemente, la cultura y el arte han sido por mucho tiempo privilegios de las clases pudientes.
La ciudad tiene muchísimos retos aún, como el combate de tanta violencia, de la contaminación del aire, visual y auditiva; la convivencia de sus ciudadanos en medio de tanta diversidad (étnica, de clase, etaria, sexual, etcétera); etcétera. Es una ciudad llena de contrastes y bajo el mando de un ministro de Cultura y Deportes que sabe más de futbol que de cultura y de cualquier otro deporte.
Ojalá que este acontecimiento sea un paso para seguir acercando el arte y la cultura a más y más personas. Ciertamente hay muchos y muy buenos artistas guatemaltecos dignos de reconocer. Y ojalá que se valore todo el arte y toda la cultura, no solo lo clásico y conservador; que se potencie su función social; que sea medio de expresión de los diversos grupos que componen esta ciudad para reflexionar, cultivar pensamiento crítico, cuestionar y, por qué no, denunciar. Y, como dijo Javier Payeras en su página de Facebook, «esperamos que se maneje con sabiduría y no se politice esta oportunidad de ser escaparate, y que realmente luzcan los artistas y la cultura real, no la oficializada ni la folclorizada».
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