Lo conversé con mis dos hijas, de 24 y 19 años, y tanto ellas como yo hemos sufrido abusos por parte de hombres, normalmente con relación de poder. El jefe de una oficina que nos hace comentarios obscenos. El profesor que nos acosa con miradas y frases inapropiadas. Lo terrible de esto es que que ese acoso se hace incluso en público, sin que nadie levante ni una ceja. Los compañeros y las compañeras de clase o del trabajo no emiten ni el menor sonido de desaprobación. Ni siquiera una mirada de asco o algo parecido. Al contrario: todos se hacen los desentendidos. No hay sanción social de estos hechos.
Extrañamente, si somos testigos de un robo, tratamos de hacer algo. Llamamos a la policía, pegamos un grito de auxilio o intervenimos de alguna forma. Pero, cuando vemos a un depredador lanzar sus ataques, nos quedamos campantes, sin mover un músculo. Esto lo hacemos porque lo hemos normalizado. No comprendemos que se está haciendo un daño a la dignidad de esa mujer acosada o agredida. Nos parece normal ver que el depredador clave sus ojos como puñales en las tetas o el trasero de su víctima mientras nosotros simulamos que todo está bien o que, quizá, algo hizo esa chica. Nos parece normal escuchar frases vulgares o irrespetuosas, que escupen a la cara de la víctima, mientras nosotros nos hacemos los locos, cómplices silenciosos de esa brutalidad.
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Maya Angelou, escritora estadounidense, dijo en una ocasión: «La gente olvidará lo que le dijiste. La gente olvidará lo que le hiciste. Pero la gente nunca olvidará cómo la hiciste sentir». Y es que ese abuso vivido a diario y desde temprana edad va modificando nuestra conducta. Rápidamente aprendemos que no hay que sonreírle a todo el mundo, que tenemos que cambiar la manera de vestir, que no podemos ser simpáticas, que hay que evitar ir a ciertos lugares, que no debemos salir solas, que no podemos embriagarnos si nos da la gana, que no debemos bailar de forma sensual y un sinfín de «no podemos». Poco a poco limitamos nuestra libertad y nos metemos en una especie de jaula.
Las Naciones Unidas han organizado cinco conferencias mundiales sobre la mujer. Las cuatro primeras se celebraron en Ciudad de México (1975), Copenhague (1980), Nairobi (1985) y Pekín (1995). Y el pasado 14 de noviembre concluyó en Kenia la Cumbre de Nairobi sobre la CIPD25 con el compromiso de transformar el mundo poniendo fin a todas las muertes maternas, llenando la necesidad insatisfecha de planificación familiar y acabando con la violencia de género y con otras prácticas nocivas contra las mujeres y las niñas para 2030.
En todas estas cumbres mundiales se nos ha planteado la promesa de alcanzar equidad de género y el reconocimiento de nuestros derechos sexuales y reproductivos, así como de acabar con la violencia contra las mujeres. Los avances, sin embargo, siguen siendo raquíticos e insuficientes.
Para acelerar la promesa de cambio debemos trabajar todos de la mano. El Estado debe garantizarnos protección y una vida digna y libre de violencia. Las oficinas públicas y privadas deben mostrar tolerancia cero hacia el acoso laboral. Las denuncias deben ser investigadas y sancionadas. Pero el principal cambio lo debe hacer cada uno de nosotros y cada una de nosotras en lo cotidiano. Cada vez que escuchemos a un depredador atacando con miradas o palabras, levantemos la voz por la víctima, que posiblemente se calle por temor. Sancionemos al acosador aunque sea con una mirada de desaprobación. Hagámoslo sentir incómodo por lo que hace.
La promesa de cambio se construye desde abajo.
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