Así pues, hago una pequeña excepción y me permito hablar como investigador cuantitativo que tuvo el privilegio de realizar el análisis de las bases de datos del estudio sobre el uso de métodos de anticoncepción por parte de mujeres indígenas realizado por la Organización Panamericana de Mercadeo Social (Pasmo) en el año 2013. Dicho estudio es de acceso público en este enlace.
Esta investigación, entre otras cosas, deseaba identificar los factores asociados con el uso de métodos de anticoncepción moderna y de espaciamiento de embarazos en mujeres en el altiplano guatemalteco, justo donde viven esas personas a las que se refiere el articulista de manera peyorativa.
Los análisis multivariados demostraron que lo que denominamos planificación familiar está atravesado por una serie de variables sociales que al final determinan si las mujeres pueden o no espaciar los embarazos. El hecho es que nadie prefiere ni planifica tener muchos hijos. En los estudios realizados, las creencias sobre el deseo de tener más hijos no demostraron ningún tipo de asociación estadística con el hecho de planificar o no ni con el hecho de tener dos o más hijos. Etnia, cultura y número de hijos no tienen ningún tipo de relación de causalidad evidenciable.
En cambio, las personas no pueden espaciar los embarazos por constricciones estructurales, es decir, debido a la ausencia de un contexto de posibilidades y oportunidades reales en el cual hombres y mujeres puedan anticipar y, en función de eso, hacer una asignación óptima de recursos y de acciones encaminados a mitigar la incertidumbre del futuro, como invertir en educación y formación, en mejor nutrición, en diversificación productiva, etc. En los contextos de pobreza extrema, dicha capacidad de agencia es inexistente.
Se puede planificar cuando se cuenta con los recursos (individuales, públicos y familiares) para mitigar los efectos de la incertidumbre, lo cual permite que las mujeres elijan y materialicen libremente el número de hijos que desean tener. Si las mujeres carecen de libertad y de poder real, la responsabilidad individual es simple hipocresía. Se puede responsabilizar al que puede elegir, pero el pobre no elige: reproduce lo que su limitada capacidad de agencia le permite.
Según este estudio, el número de hijos y el planificar o no están condicionados por el acceso a servicios de salud materna y reproductiva públicos o subvencionados, por la disponibilidad de productos de salud reproductiva, por la accesibilidad real a estos y, por supuesto, por la educación que genera lo que denominamos la oportunidad de conocer, comprender, decidir y, en función de ello, concretizar el espaciamiento de embarazos. Disponibilidad, acceso y oportunidad son palabras fuera del alcance de quienes viven en pobreza extrema: situación compartida no únicamente por indígenas, sino también por ladinos pobres en el Corredor Seco, donde también la tasa de fecundidad es alta.
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En números fríos, cuando el valor de la brecha entre la pobreza extrema y la línea de pobreza es tan alta, la contribución al ingreso familiar que supone el no tener un hijo adicional es meramente residual: no sería capaz de sacar de la pobreza a las familias más allá de la pobreza extrema. Compartir la miseria entre menos (sin cuestionar el origen de la miseria en sí) parecería ser el argumento del señor Banús. Así, los pobres (indígenas) dejarían de reproducirse y se extinguirían. La vieja y poco original propuesta racista para acabar con la pobreza.
Lo único digno de mencionar de dicha columna es la cultura de subordinación de la mujer, la cual no es exclusiva de los pueblos indígenas. Francamente, no sé si se les pueda llamar cultura a las inexcusables e injustificables asimetrías de poder entre hombres y mujeres, que provocan que en sus relaciones los primeros decidan por las segundas (como se demostró en la asociación de variables entre el deseo de planificar y el temor a lo que el marido o los padres puedan pensar). Cuando hay muy limitadas posibilidades de cuestionar dicho orden de sometimiento estructural, las mujeres están expuestas a tener más hijos de los que realmente desean.
Un elemento que pone en duda la famosa cultura de tener muchos hijos es que la mayor parte de las entrevistadas deseaban, en efecto, poder realizar dicho espaciamiento, pero se encontraban limitadas por el contexto, y no solo por las normas sociales, sino también por las posibilidades materiales de empoderamiento económico, lo cual refuta lo vertido en la columna de marras.
El deseo y las posibilidades usualmente no coinciden en los contextos de pobreza extrema, y algo que se comparte más allá de lo étnico o de la cosmovisión es la naturaleza racional de los individuos. Nadie planifica tener muchos hijos. Nadie planifica ser pobre. El origen de dichos fenómenos no son meras elecciones individuales, sino marcos contextuales que limitan la elección individual de manera drástica. El creer que se deben aceptar los hijos que Dios envía no es la causa, sino la consecuencia de la impotencia de planificar la propia vida dentro de un modelo de desarrollo en el que hay muchos que pueden hacer muy poco para incidir en el curso de su propia existencia, cuya libertad real para decidir los aspectos más elementales de su propia existencia material es nula.
La falacia consiste en que la gente es pobre porque tiene más hijos, cuando la realidad muestra que tiene más hijos precisamente porque es pobre, porque las mujeres están sujetas a una limitada estructura de oportunidades de decisión, excluidas de los recursos necesarios para decidir en simetría de condiciones frente a los hombres (con poca educación y a su vez con pocos recursos para hacer algo mejor que meramente subsistir). No se puede ver la pobreza en términos de responsabilidad individual, sino como el resultado de un modelo que obviamente no funciona igual para todos.
El problema al final no es que estas opiniones que criminalizan a los pobres existan, como me comentaba una amiga alemana. Pese a todo el esfuerzo educativo en su país, una minoría residual que defienda el Holocausto siempre va a existir. O, como pude constatar yo mismo durante el tiempo en que estudié en Barcelona, la exaltación al franquismo sigue siendo reproducida por una minoría de jóvenes. Incluso, diría que es altamente sospechoso que en una sociedad abierta y que garantice la libre expresión no exista un Martín Banús o un Ricardo Méndez Ruiz. El problema se da cuando los medios de comunicación, de manera irresponsable, dan un espacio privilegiado a este tipo de opiniones, que deberían ser tratadas como marginales, más propias de espacios donde solo quienes comparten dichas ideas puedan regocijarse mentalmente con ellas. Verter opinión en las comunicaciones de masas es una responsabilidad demasiado grande como para permitir que los racistas y los incitadores al odio tengan derecho a hacerlo con la prepotencia con que lo suelen hacer.
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