Pero esto también pasará. Una de las cosas que más me molesta de mudarme es la constatación de lo poco que tengo. No es que me moleste tener poco, de hecho es una decisión consciente no andar acumulando mierdas. Cada compra que hago, cada cosa que adquiero casi siempre ocurre al final de un largo proceso de reflexión sobre si en realidad lo necesito y sobre quién putas va a tener que cargar con eso en la próxima mudanza.
Así, por ejemplo, una plancha para panqueques que estuve pensando comprar durante los últimos dos meses no me pesará montarla al camión que me tocará alquilar la semana que viene. No puedo decir lo mismo de unas cajas llenas de basura que tenía guardadas en un cuarto que fue acumulando cosas inservibles. Son revistas que nunca volveré a leer, artículos que imprimí, zapatos que tengo años de no ponerme.
Justo hace unos días una amiga se mudó de ciudad y me contaba que tenía que regalar como cien libros que había acumulado en su estancia allí. Supongo que se habrá mudado con lo que le cabe en unas maletas, porque se fue en bus.
Yo, en tres años, he acumulado más bien pocas cosas. Así, arrejuntadas todas en cajas, caben en media habitación. Y por poco que suene, se me hace una montaña tener que agarrar todo y moverme.
Debe de ser heredado. De mi mamá, que odia mudarse.
Mi papá, en cambio, tiene ese mal que mi primera exesposa denominaba como ser un “culito de mal asiento” y que algunos a quienes no les importa que los tachen de antisemíticos llaman el síndrome del judío errante.
Él casi no acumula cosas tampoco. Y cuando le toca mudarse, regala lo que tiene. Se aparece en casa de los vecinos con cosas que nadie quiere, que a nadie le van a servir, y luego se va, sin poder entender cómo la gente puede no agradecerle –es más– molestarse de que le regalen una computadora de 2002 o unas ollas sin orejas.
Pero la mudanza queda en suspenso. Es hora de partir a Indiana, de irme al encuentro de mis hijos y mi familia a las planicies del medio oeste. No sé por qué esta vez me pegó tan fuerte el verdor. Quizá es que ya estoy hasta los huevos del desierto, de esta aridez donde nada sale como debería.
Ya está todo listo para mudarme a un apartamento a unas millas de donde vivo actualmente, ya está reservado el camión y contratados los hombres que vendrán a ayudar a mover las cosas. Listo todo, es hora de pausar y tomar las vacaciones antes de volver para mudarme.
Es hora de viajar al norte. Llego de noche y no tengo carga en el teléfono para avisarle a mi hermana de que ya estoy en el aeropuerto. Al final encuentro un tomacorriente en el que conectar mi celular. Y en eso lo oigo, es como cuando estás observando pájaros y puedes oír el canto mas no ver su plumaje. Sabes que está allí, por su canto, por sus palabras.
Sabía que en algún lugar del aeropuerto internacional de Indianápolis había un ganador. Esa rara especie de hombre que sabe qué está pasando. No lo podía ver, pero oía sus palabras, su conversación telefónica como si me estuviera hablando a mí.
–Si estamos aquí es para hacer dinero, John. Dile a Jacob que tome control, que cuando se reúna con el agente de bienes raíces y con los contratistas, que tome control. Que sea él quien dirija.
Seguramente su interlocutor habrá cometido el error de proferir alguna excusa para su falta de rendimiento en cualquiera que fuera la tarea que este ganador le había encomendado.
–¡No, no, no, no! John, no ves que cuando yo hablo con los contratistas, con los agentes de bienes raíces, soy yo el que les dice que está pasando, quien les dice cuál va a ser el trato. ¿No ves que por eso me visto todo de negro, camisa negra, pantalones negros, zapatos negros, calcetines negros, corbata negra, anteojos negros? Es para intimidarlos, para que sepan quién está en control de la situación.
Entonces lo busqué, allí estaba. Teléfono al oído, conectado a un enchufe en la pared –los ganadores también necesitan carga en su celular– sentado en una silla plegable y los pies subidos sobre su equipaje de mano. Estaba vestido de negro, salvo por la camisa, que era de esas camisas de boliche, con un diseño blanco y negro. No tenía corbata, pero sí se notaba que estaba intentando con todas sus fuerzas hacer una interpretación de qué habría pasado con el chavito malo de Karate Kid 1, veinte años después del único torneo que no ganó.
Frente a mí, también conectado su celular a una pared, había una chava. Tendría unos 25 años y evidentemente estaba prestando atención al canto de esa rara ave.
–Así quiero ser yo cuando crezca –dije queriendo ser simpático.
–Yo creo que es atractivo –me contestó sin mala fe. Solo estableciendo un hecho.
Yo no supe qué contestar, mi celular tenía dos por ciento de carga, suficiente para mandar un texto a mi sobrina. Lo envié y me fui, ponderando las virtudes de cambiar mi indumentaria por una en la que predomine el negro. De cambiar mi actitud para dejar clarito que soy yo el que manda a decir cuál es el trato.
Pero ocho días después de estar en compañía de mi familia, de estar sumergido en ese caos, de haber ido a un parque de montañas rusas en el que había que hacer hora y media de cola para subirse a una puta atracción y que encima hubiera cerotes que habían pagado cientos de dólares para saltarse la cola, me quedó clarito que no voy a poder ser jamás esa persona que explique cuál es el trato. A mí alguien va a tener que explicármelo, si corro con suerte.
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