Pero el golpe brasileño no era una acción en solitario de los sectores totalitarios y profascistas de la región. Un año exacto antes (31/03/1963) en Guatemala, los militares habían impuesto al ministro de la Defensa de Ydígoras Fuentes e instaurado, también, un régimen de terror, con las mismas excusas y casi con los mismos procedimientos. Tres años antes (25/01/1961) en El Salvador, militares y civiles conservadores del llamado Directorio Cívico Militar habían depuesto a otra Junta cívico militar de corte progresista que apenas había durado en el poder menos de cuatro meses, y en Argentina (29/03/1962), los militares conservadores habían vuelto a golpear sacando al presidente Frondizi, con los mismos argumentos y con las mismas prácticas que luego su usarían en Guatemala y Brasil.
Se inauguraba así un período oscuro para la historia latinoamericana, donde bajo la excusa de salvar a nuestros países de la sombra del comunismo era legítimo perseguir, torturar y asesinar a opositores, alzados o no en armas. Pero si entre ellos siempre sabían y conocían detalles de la más sangrienta represión que hayan vividos nuestras sociedades, en público, cobardemente, la negaban. En Brasil inventaron los suicidios en calabozos donde no existían instrumentos para realizarlos, o el lanzamiento al vacío de supuestos dementes cuyos cuerpos mostraban evidentes señales de tortura y desde balcones a los que sólo vigilados podían haber tenido acceso. Pronto, como en Guatemala, El Salvador, Argentina o Uruguay, los torturadores brasileños ya no entregaron los cadáveres, pero aunque luego produjeron sus propios autoatentados para continuar controlando al país y así evitar la democratización, se cuidaron mucho de no parecer tan salvajes como los guatemaltecos: en ningún momento realizaron el asesinato en vías públicas de opositores políticos. Fueron terroristas, pero no llegaron al grado de mostruosidad que la dictadura militar guatemalteca alcanzó.
En Brasil hubo cientos, talvez miles de desterrados políticos. El famoso Acto Institucional No. 5 (AI-5) retiró los derechos políticos a cientos de ciudadanos, negándoles además el derecho a trabajar en instituciones públicas. Pero hábiles, no los asesinaron, sabían que el país algún día podría necesitar de ellos. Como todas las dictaduras de la época, jugaron con el fantasma-ilusión de la apertura, pero trataron de posponerla el mayor tiempo posible.
Si bien la propaganda conservadora y autoritaria continental ha querido siempre hacer creer que los ejércitos eran unidades graníticas que lo único que buscaban era el bien de sus sociedades, basta con investigar un poco los procesos para descubrir que durante todos esos años –1960 a 1990– en los ejércitos latinoamericanos se dieron fuertes y duras pugnas por el poder. Unos más corruptos que los otros, unos más o menos torturadores que los otros, los grupos de militares se disputaron agriamente el poder en todos esos años, tratando siempre de alargar su presencia. Como afirma acertadamente Elio Gaspari (2002) refiriéndose al Brasil: la derecha precipitó al país en una dictadura “que si bien tenía la fuerza necesaria para desmovilizar a la sociedad (…) no la tuvo para disciplinar los cuarteles”. Y la afirmación cuenta para casi todos los casos de las dictaduras latinoamericanas, que para el caso guatemalteco puede verse claramente en los golpes que entre militares se dieron en 1982 y 1983, pero también en los conflictos internos que vivieron Laugerud y Lucas Caballeros.
El golpe militar en Brasil de 1964 no sólo traía por tierra a una incipiente democracia, también golpeaba a los sectores progresistas, democráticos y hasta de izquierda que en las distintas armas brasileñas se habían venido desarrollando desde que en 1922 se sublevaran algunos militares para exigir mejores condiciones para ellos y los trabajadores. Durante más de 30 años en Brasil, como en el resto del continente, en los ejércitos se desarrollaron sectores con posiciones nacionalistas y progresistas, comprometidos más con la democracia y la justicia social que con las prácticas fascistoides de sus camaradas. Jacobo Árbenz en Guatemala es, tal vez, el ejemplo más significativo, y Turcios Lima su ejemplo más radicalizado. Pero existieron los César Yanes en El Salvador (miembro de la Junta Militar de 1960) y luego los Seregni en Uruguay, y no se diga el conjunto de militares progresistas que defendieron a Allende hasta el último momento y que, como los generales Toha y Bachelet, pagaron con su vida sus convicciones.
Sin embargo, con las dictaduras de los años sesenta y setenta, esas corrientes fueron casi totalmente eliminadas en los ejércitos latinoamericanos, quedando sólo espacio para las pugnas entre ultra radicales y terroristas y los menos radicales y un poco más aperturistas, todos convivientes y practicantes de la tortura y el asesinato político.
La dictadura brasileña entronizó en el país los períodos de gobierno de los militares, estableciendo las elecciones indirectas a través de congresos totalmente manipulados para supuestamente legitimar y legalizar su control del poder, moda que en Guatemala se convirtió en elecciones abiertas, pero entre los militares que el Alto Mando autorizaba y a sabiendas que el candidato oficial tenía que ser el ganador.
Felizmente en Brasil, como en Argentina, Uruguay y Chile, el movimiento social y popular logró doblegar a las derechas ultra conservadoras y autoritarias, obligándoles a desaparecer del mapa político junto a sus militares de mirar turbio y siniestro, logrando hacer brillar de nuevo la democracia, algo que en Guatemala, lamentablemente, no parece despuntar aún en nuestro horizonte.
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