Por la zona en que vivo y trabajo y por contar con uno del millón de automóviles que circulan por la Ciudad de Guatemala (así dice la publicidad de la Muni), no camino tanto por la calles en las horas más concurridas –como sí les toca a muchísimas personas. Pero cuando me toca hacerlo, tengo que recordar que ser mujer en las calles (así como en muchos otros lugares) no es fácil. Los peligros van desde lo más sutil como los mal llamados piropos, hasta lo más duro que cabe en la cabeza –creo yo- de cualquier mujer: una violación.
Y es que el ser blanco de estas agresiones no depende de qué tan “bonita” o simpática se es, tampoco tiene que ver con la clase social ni el origen étnico –aunque sí son factores agravantes-; se trata más bien del mero hecho de ser mujer.
Una activista estadounidense respecto a temas de violencia contra las mujeres, en especial de abusos sexuales y del acoso callejero, ha definido este último como “las palabras y acciones no deseadas por desconocidos en lugares públicos que están motivadas por el género e invaden el espacio físico y emocional de una persona de una manera irrespetuosa, rara, sorprendente, miedosa, o insultante”. Según un experto en masculinidades, “hay toda una gradación entre el clásico piropo y una frase ofensiva y degradante, pero forman parte de la misma ideología: resaltar determinados atributos, generalmente físicos, y transformar al sujeto en objeto, porque en definitiva a nadie le importa si a la mujer le gustaría escuchar esa frase”.
Al ser actos que suceden en espacios abiertos, entre multitudes y de corta duración, la violencia intrínseca de éstos puede pasar desapercibida. Estamos acostumbradas a “ignorar” este tipo de hechos, aunque a muchas nos cause rabia, frustración, impotencia y asco. Por más mal que nos caiga, no podemos hacer nada o casi nada. Y es que en realidad no sabemos cómo reaccionar.
En estos hechos tan cotidianos se marca la desigualdad y las relaciones de poder entre hombres y mujeres. La comunicación es unidireccional por parte de estos hombres y no se espera acción ni reacción de las mujeres, lo que refuerza la idea de la mujer como objeto pasivo.
Por mi parte, he tenido algunas experiencias en las que, dentro de un ambiente controlado, me he animado a parar a algunos de estos hombres. Uno de los casos fue con unos policías privados y otro con trabajadores de un banco. El resultado: en el primer caso se asustaron y negaron el acoso; en el segundo, también lo negaron alegando que había sido una equivocación pero éstos no se asustaron, sino se rieron.
La verdad es que no es fácil contestar. Hace falta chispa y tener ciertas condiciones favorables como para saber que eso no empeorará las cosas, porque ciertamente estamos en desventaja y nos estamos arriesgando.
Este tipo de hechos, que algunos llaman acoso callejero, es una forma de dominación. Las mujeres no podemos andar por la calle sin el temor de que algo vaya a pasar; nos vemos forzadas a revisar nuestras prácticas, es decir, pensar bien nuestra vestimenta y buscar hacernos acompañar por alguien, mejor si es de un hombre. La responsabilidad de cuidarnos y darnos a respetar recae en nosotras mismas, en lugar de que sea en los agresores.
Entonces, ¿seguimos ignorando el problema y yéndonos por las ramas o vamos directo al problema y nombramos al sistema patriarcal y la violencia que ejerce contra las mujeres?
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