Lo que sucede en el terreno mexicano, a todas luces y con suficiente evidencia acumulada en los últimos seis años para cualquier observador que haya podido estar allí, es la distinta colocación de los actores. Es decir, esta es una guerra entre los diferente clanes mafiosos, las fuerzas de seguridad civiles del Estado mexicano que protegen los intereses de un cartel en particular, los militares que arriban tarde a las zonas rojas (por lo general, cuando las masacres ya han sido cometidas, dígase del caso de Tamaulipas) y la Marina. Pero el medio centenar de muertos que esta guerra produce a diario en diferentes estados involucrados son, en su mayoría, sicarios y ex policías transformados en sicarios.
El conflicto en México es muy simple. Históricamente, cada plaza (cada estado de la república mexicana) ha sido vendida por el Estado a una agrupación criminal. La historiografía de la mafia mexicana constata este hecho y, además, uno muy interesante: la mafia durante los años del régimen priista pagaba tributo para poder operar. La genialidad del Partido Revolucionario Institucional (PRI) era lograr administrar a la mafia como que esta fuese un sindicato más que necesitaba ingresar en la lógica de complicidad con el régimen.
Como tal, la primacía del Cartel de Juárez bajo el poder de Amado Carrillo Fuentes lo hizo el preferido del régimen. Sin embargo, la generación mafiosa de Carrillo Fuentes (apodado El Señor de los Cielos) se vio desplazada por una nueva generación mucho menos apegada a los viejos códigos. Fue esta la generación de quienes en ese entonces no eran más que simples lugartenientes: Guzmán Loera y sus primos los hermanos Beltrán Leyva, Ernesto Mayo Zambada, Ignacio Coronel… por nombrar algunos de los grandes Señores. Esa nueva generación, en ese entonces bajo la tutela de Carrillo Fuentes, eventualmente construyó su propia organización. Con el cambio de gobierno en México, la preferencia del panismo (Partido Acción Nacional) fue por el grupo sinaloense (las organización compuesta por los grupos de Zambada, Coronel, Guzmán Loera y los Beltrán Leyva). Sin embargo, el panismo cometió el pecado capital de quienes hacen tratos con la mafia: traicionarlos. Y es que en los negocios sucios hay que saber ser derecho.
La guerra en México hoy es producto de un gobierno panista que desde la época de Vicente Fox ha vendido las plazas a diferentes grupos criminales. Y los grupos criminales no hacen más que proteger su legítima propiedad. Más que razones políticas como gestoras de este conflicto, las verdaderas causas hay que encontrarlas en la historiografía de la mafia mexicana, que al igual que la historia de todas las mafias está plagada de pactos rotos. La orgía de sangre se inicia en México con el intento de los grupos sinaloenses por apoderarse de las plazas del cartel de los Arellano Félix (Cartel de Tijuana). Por la ambición de los capos sinaloenses, es precisamente que el grupo del Golfo decide construir su propio brazo armado para protegerse. Llegada ya la década de los 90, se romperían los lazos entre el Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva debido a traiciones internas, y eso abrió las puertas del infierno en todo el corredor central del valle de México, donde ahora los Beltrán Leyva peleaban de la mano con los Zetas. Si eso aún no le parece terrible, déjeme decirle que hay suficiente evidencia que prueba que la antigua Agencia Federal de Investigaciones (AFI) cazaba Zetas a favor del Cartel de Sinaloa, en una época en que los Zetas respetan la vieja regla de oro: no tocar a la familia. Los primeros contingentes militares pesados enviados a “zonas de conflicto” fueron a los terrenos de los Beltrán Leyva, los acérrimos enemigos del Cartel de Sinaloa.
Historias de traición y ambición que en otras latitudes mafiosas se han resuelto cuando los mismos grupos encuentran su punto de ceteris paribus. En Estados Unidos, cuando Carmine Galante, el cabeza de la familia Bonano, intentó quedarse con el monopolio de la importación de heroína desde Palermo, su propia familia lo eliminó. En el Palermo de la década de los 80, cuando la bestia, Salvatore Riina, intentó eliminar a toda la cúpula mafiosa Palermitana (y en el intento produjo 10 mil muertos), sus propios iguales lo entregaron a la Ley. En las guerras de mafia, la violencia se ha reducido siempre hasta que los mismos grupos pueden firmar la pax. Sucedió en Italia, en Estados Unidos y hasta en la misma caótica camorra napolitana, cuando Rafaele Cuotollo (apodado El Profesor) intentó organizar una cúpula de camorristas para sentar política de dirección. Para el caso mexicano, dichos intentos han sido poco infructuosos, pero la evidencia demuestra que cuando las organizaciones pactan los muertos se reducen. Sin embargo, las ambiciones y el rol de un Estado que juega a ser un octavo cartel generan envidias. Hay evidencia innegable que muestra la complicidad de este actual gobierno mexicano con el Cartel de Sinaloa. ¿Cuál, entonces, es la justicia y la rectitud que persigue Felipe Calderón?
Así las cosas, mientras los mañosos no se arreglen entre ellos, la orgía de sangre continuará.
La cumbre de seguridad regional se reunió en Guatemala. Felipe Calderón pudo mostrarse como el paladín de la verdad y la justicia, Estados Unidos se negó de vuelta a aceptar su culpabilidad en este asunto, las élites empresariales lanzaron el mensaje de no querer entrar en la solución de este flagelo… y mientras todo esto sucedía, en el terreno imagine usted —con la música de fondo del Claro de Luna, de Beethoven— a la serpiente antigua, a la puta de Babilonia y a la Segunda Muerte, sentados los tres, sobre ríos de sangre producto de un pacto diabólico entre políticos y mafiosos.
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