Sí, sí, ya sé que no uso los términos sicológicos con la más absoluta de las precisiones, pero no sé cómo definirlo que más como una experiencia en la cual la percepción de la realidad está total y absolutamente alterada. Otra forma de expresarlo sería decir que es como ver una película en la que algún director degenerado intercala las escenas más violentas de “La Naranja Mecánica” con videos de gatos haciendo gracias en el internet. No sé, quizá siempre me sentí así respecto del país pero cada vez que vuelvo me doy cuenta de mi absoluta incapacidad para ser una persona funcional allí.
Con más sentido común que cariño I. me recuerda que nada gano con pelearme con la gente en el país de la eterna primavera. Y yo, que aún estoy indignado, no entiendo su lógica.
No entiendo cómo no indignarme ante un conjunto de acciones que un argentino amigo mío llamaba “el chapinaje”. Es como una serie de… actitudes que son características de los chapines.
Por ejemplo, en mi banco, al que dejo jugar con mis magros ahorros, al que le pago intereses todos los meses por tener tarjetas de crédito, un banco con el que tengo una relación desde hace una década, la señorita de atención al cliente se negó rotundamente a regalarme una fotocopia (que iba a utilizar en un trámite con el banco en el futuro próximo) porque, dijo, no tenían “muchas hojas.”
La explicación de la jefe de agencia me dejó con más dudas. Entré pensando que el Banco de América Central no tenía dinero para gastar en una fotocopia y salí convencido que hay un déspota al frente del departamento de recursos humanos que les cuenta todas y cada una de las fotocopias y que indefectiblemente castiga a los empleados del banco cuando hay un uso injustificado de una hoja de papel.
Y quizá debería enfocarme en las cosas buenas, como el tiempo que pasé con mis amigos, o en haber podido reencontrarme con mis hijos. Me haría mejor recordar que aprendí (creo que aprendí) a cocinar focaccia y sería más saludable centrarme en los avances que pude hacer con I. Quizá debería pensar en que al final de cuentas son unos diítas lo que pasó cada año allí y no debería amargarme.
Y en eso aparece la funcionaria de migración que cuando le pedí su nombre y pedí hablar con su supervisor porque yo sentía que ella había sido descortés se negó rotundamente a decirme cómo se llamaba (pese a que su nombre estaba en el sello que puso en el pasaporte) y se limitaba a decirme “váyase de aquí, ya le sellé su pasaporte, váyase”.
Cuando le insistí en que me dejara hablar con su supervisor, otro empleado me dijo que él me iba a dejar pasar e insinuó que si seguía insistiendo ya no me dejarían salir del país. Aparece el chapinaje, como diría este amigo. Esa amenaza velada, esa mano en el machete, esa forma de amedrentarte sin llegar a ser una advertencia frontal.
Y supongo que cuando los guatemaltecos salen el 14 de septiembre a correr con sus antorchas sienten un poco eso. Los otros guatemaltecos, los que no corren con las antorchas, les esperan para lanzarles bolsas de agua. Algunas son refrescantes y se agradecen. Mientras otras, las del chapinaje, vuelan lanzadas con fuerza buscando la cara de sus objetivos. Persiguen al corredor, al conductor del camión que lleva a los marchistas o una ventana abierta de un bus. Busca celebrar esa característica, quizá una de las pocas que son comunes a casi todos los chapines.
Porque a pesar de lo que nos diga el cantautor, a pesar de lo bonitos que salen los chapines –cada mico en su columpio o era cada quien en lo suyo– del anuncio de Caña Real, la realidad que se vive es otra. Es la cuádruple fila antes del puente de dos carriles en Chimaltenango, es que en San Martín de Xela te tratan diferente que en el de Pradera, es el chapinaje.
Y justo cuando estoy a punto de sacar mis conclusiones aparece otro, uno de esos chapines a los que no le llegó el memo y me deja irme debiéndole la gasolina, porque mi banco suspendió mi tarjeta debido a que no le avisé de mi viaje.
“Me lo paga cuando regrese”, dijo sin pedir documentos ni nada. Supongo que no todo estará perdido.
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