La temblorosa llamita de la memoria

La última denuncia fue contra 52 personas, entre las que cuentan algunas ya fallecidas y otras que en la época de los hechos relacionados, o no habían nacido, o rondaban aún en la niñez.  

Más allá de la patética desesperación por revancha de estos personajes, en cuya mira caben hasta los muertos, en aras de montar el show mediático; si algo nos debe dejar esta parodia de la justicia, es la posibilidad de desmontarla y encontrar en su núcleo varias de las aberraciones que la guerra nos heredó: la insistencia en una historia oficial que se empeña en el olvido, al soslayar y relativizar las asimétricas responsabilidades criminales de los actores en el conflicto; la cultura de instrumentalización de los fines de la justicia, que obligará a que el sistema, en lugar de enfocarse estratégicamente en la búsqueda de reparación para las víctimas de la guerra en los procesos de alto impacto, se desgaste en un letargo burocrático ocasionado por acusaciones maliciosas e improcedentes; y la indolencia social, reflejada en el debate público, que nos ha llevado a creernos que la violencia y el dolor de las víctimas hacen parte de una condena histórica inmodificable.

En todo caso, los procesos abiertos en contra de exguerrilleros (de los vivos e imputables, claro está) permitirán que el debate pase de la arena de los señalamientos morales, a la de los datos históricos y fácticos.  La investigación penal en estos procesos abre la posibilidad (y tiene la función) de reconstruir los hechos y recabar las pruebas que aporten datos concretos que nos sean útiles, como comunidad, para ratificar y ponderar la historia recogida en los informes de la verdad. 

Neil McCormick, filósofo del derecho, dice que la demanda más básica que corresponde que los ciudadanos hagan al derecho penal, es que contribuya a la paz social y a las condiciones de civilidad necesarias para el sostenimiento de la sociedad civil.  Construir la paz social, en este contexto, tiene qué ver con no olvidar que la deuda real de la justicia es con las víctimas de la guerra. Y es una deuda, porque la única manera de trascender de la condición de víctimas a la de sujetos políticos, dueños del propio presente y del propio destino, a la condición de ciudadanos plenos, es mediante el acceso a la verdad, la justicia y la reparación. 

Ojo, no hay que olvidar que el principal escenario de la guerra no fue este de la ciudad, donde tienen lugar la mayoría de los debates.  Ya sabemos que los más duramente golpeados por los daños directos y colaterales, en las áreas rurales, siguen en las mismas condiciones que antes de la guerra, y con todas las posibilidades de perpetuarse en ellas si no nos tomamos en serio una idea integral de resarcimiento, que transforme la estructura de las condiciones de vida de la gente y no se limite al acto de repartirles plata una vez en la vida por cada uno de sus muertos. 

Estos sucesos nos deben recordar hoy más que nunca, insisto, que nuestra historia no era una condena perpetua escrita sobre piedra, que las cosas pudieron haber sido completamente distintas, que el empeño en no olvidar también tiene que ver con encontrar en el pasado y en sus responsables el origen de muchos de nuestros males presentes, y que de no enfrentar, aceptar y reparar nuestra historia, nos condenamos obstinadamente a repetirla.