Agotamos ya la carrera vertiginosa de llenar las horas vacías en las que, aun sin quererlo, nos vemos militando en la tortuosa realidad que nos inunda. Estamos encerrados (solo quienes podemos; de esos, precisamente, es de quienes hablo) porque anda suelto un virus que puede matarnos —o hacernos contribuir a la muerte de otros— en el peor de los casos. Un peligro que, aunque los comerciantes no quieran reconocerlo, puede tocarlos inmisericorde incluso a ellos.
Vienen entonces esas imágenes que nos relatan los libros. El Decamerón, de G. Boccaccio, y sus cuentos de la infructuosa huida de un peligro que siempre está al acecho. La peste, de Albert Camus, solo que ahora el mundo entero es el escenario. Opus nigrum, de Marguerite Yourcenar, que nos da cuenta, entre otros hechos, de cómo murieron a causa de la peste negra los Fugger, esos banqueros gracias a cuyo préstamo Carlos V llegó a ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en el siglo XVI, y de cómo ni el dinero ni los lujos ni los empleados ni los cuidados lograron que se salvaran del mal que por esa época recorrió Europa.
Mientras tanto, nosotros, clase media urbana asalariada, estamos cumpliendo un encierro medianamente responsable. Surgen las faenas compulsivas para ocupar el tiempo que, inesperado, nos queda libre. Zapeamos en Facebook, en otras páginas de la red. Atisbamos nuestra propia ansiedad en las actividades de los demás. También empezamos a compartir lo que hacemos, a vernos reflejados en quienes realizan hasta lo imposible para evitar verse hacia dentro.
Las tareas abundan, dicen las madres con niños, porque apenas les queda tiempo para asumir la maternidad en su totalidad sin más subterfugios que hacerse cargo de ella. El resto, que ya pasamos esa etapa, que nunca la tuvimos, que estamos al margen, no importa: empezamos a deambular, de pronto, con esos fantasmas que tenemos agazapados, escondidos entre los horarios que cumplir, el trabajo, la cotidianidad, el tráfico sofocante, las compras intempestivas, las visitas a deshoras.
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Ahora, aunque hagamos de todo una y otra vez, si no nos sumergimos a ratos en las pantallas, en algún libro, en la escritura, en la cocina, en el tejido, en la música, en las bebidas alcohólicas, en inventarnos y reinventarnos, de repente, sin darnos cuenta, estamos otra vez viendo, atisbando, mirándonos hacia el interior, y notando cómo afloran, sin que consintamos en ello, pasados dolores, heridas no cicatrizadas, sueños rotos, esperanzas incumplidas. Entonces la vida, esa que hemos llevado hasta ahora, se nos muestra en su plena dimensión y nos percatamos de que, quizá, ya no tendremos tiempo de recomponerla, de remediarla, de hacer como que no existe.
Nos asimos así a lo que podemos. Un retazo de esperanza. La ilusión efímera de que, una vez que salgamos de nuevo a la vida, todo esto será solo un recuerdo, una anécdota, un mal momento. Todavía no dimensionamos las posibles pérdidas. Lo que nos cuentan que pasa en otros lugares no será, oh, ingenuos, lo que pase en este territorio. Aunque los casos aumenten y la sombra vaya creciendo, seguimos viviendo en una especie de mortuoria indiferencia como lo hemos hecho hasta ahora. ¿Por qué habríamos de cambiar?
Hoy es un día de ayuno y oración en el que, si olvidamos aquella frase bíblica que dice «ayúdate, que yo te ayudaré», no lograremos mayores beneficios. Es decir, oración y autosacrificio sin acciones concretas no evitan los males. Ni siquiera los disimulan. Las historias que vemos a diario en los medios de comunicación no son relatos exagerados de la situación habitual del tercer mundo, sino realidades concretas, hoy por hoy, del primero.
Quisiera creer que la inconciencia es un estado certero. Quisiera creer, hoy que se publican estas líneas, que los pronósticos están equivocados. Que el coronavirus, como tantas otras cosas, pasará de largo sin entrar en el país —aunque ya entró— y que solo estamos encerrados porque una mala película de ciencia ficción se instaló en esta no realidad que vive de posverdades, es decir, nosotros, la real sociedad guatemalteca.
Quisiera creer, de verdad, que todo es una falsa ilusión, una mentira.
Quisiera creerlo, en serio, pero no puedo.
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