Se calcula que 15 millones de motos y 5 millones de carros circulan diariamente por esta ciudad. Por tal motivo es fácil ver las bandadas de motos circulando caóticamente en todas partes: rebasan por cualquier lado, se suben a las aceras y conducen por la vía contraria. En horas pico, aquello es de locos. Sin embargo, los mototaxis son muy utilizados porque avanzan más rápido en el tráfico y porque cobran la mitad de lo que cobra un taxi.
La Vespa es, por excelencia, la moto más usada. Esas pequeñas avispas son capaces de cargar con una familia completa: al frente, de pie, va el niño mayor; luego sigue el padre, que conduce; atrás va la esposa con un bebé en brazos, y en medio de ambos progenitores va un tercer hijo destripado como sándwich, todos sin casco.
Desde que llegué a Yakarta estoy tentada a utilizar Go-Jek, el servicio de mototaxi más usado en Yakarta. Como niña traviesa, dudo entre el afán de aventura y el miedo de salir volando por los aires, aunque debo decir que hasta ahora no he visto ni un solo accidente de tránsito. No sé cómo hacen para manejar en este caos y no pegarse.
Un día, el destino me regaló el milagro. Fui a un hospital cerca de la casa y, cuando salí de la cita, decidí regresarme caminando. La oscuridad de la noche debió contribuir a que me desubicara, y terminé más perdida que gaviota en La Paz. Mi salida fácil fue tomar un Go-Jek que me trajera de vuelta a la casa. El momento esperado finalmente había llegado.
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El muchacho que manejaba la moto me pasó un casco, que yo no supe amarrarme y que se me venía para adelante con cada frenada y me dejaba sin visión y con el riesgo de perder el casco, los anteojos y mi dignidad. No sabía de dónde agarrarme y dudaba entre abrazarlo o clavarle las uñas en la espalda. Al final opté por prensarlo del hombro como si mi mano fuera un garfio. Coloqué la bolsa en medio de los dos para que no me la fueran a robar, aun sabiendo que eso no sucede por estos lados. Quizá también lo hice para poner distancia entre mi delantera y su retaguardia: no quería que me tomara por una vieja fácil.
El viaje fue una explosión de adrenalina pura. El chico se metía contra la vía, subía aceras y atravesaba como si nada sitios impenetrables para los que vivimos en la holgura y la comodidad. De reojo, cuando el casco no me tapaba los ojos, miraba cómo pasábamos volados sobre una estrecha alameda de un metro de ancho que divide los umbrales de las casas. Pasábamos tan cerca que con solo estirar la mano habría podido tocar a los humildes moradores que, indiferentes al ruido, cenaban sentados sobre una estera desgastada.
Llegué a la casa rapidísimo, con el corazón en la mano y el casco en la nariz. Al fin conocí las entrañas de Yakarta, esas de las que nadie quiere hablar. Seguro que lo que vi aún es mucho para los que no tienen nada, los miserables desposeídos que todos ignoramos. No sé si alguna vez podré llegar hasta ellos aunque sea de pasada.
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