Elisa llevaba un vestido de flores verdes ajustado en el torso, y esto la hacía sentirse un poco incómoda, pues se le marcaban dos protuberancias que le habían salido en su pecho. Parecía como si una abeja le hubiera picado los pezones y le hubiera dejado un par de chichones que, en vez de desaparecer, insistían con terquedad en crecer un poquito más cada día. Algo parecido ocurría con su pubis, que de la nada se obstinó en mostrar tres pelos que por largo tiempo permanecieron huérfanos.
Estaba jugando con su hermana, cuando su madre las llamó para pedirles que le llevaran una taza de atol al dueño de un aserradero que se estaba construyendo al lado de la casa. El anciano tendría unos 70 años, y eso conmovió a la madre de las niñas, que asumió la tarea de mandarle una merienda a la media mañana. Ese día, aparte del atol caliente, le mandó un huevo con tortilla.
Cuando las niñas se aparecieron con la comida frente al anciano, este las hizo pasar de inmediato a su oficina. Estando allí, cerró la puerta. Bajo llave, el anciano se dispuso a tomar la merienda, no sin antes ofrecerles a las chiquillas una gaseosa. Mientras tomaban el refresco, el viejo le pidió a Elisa que se sentara en su regazo. Ella lo hizo con toda la inocencia del mundo, como solía hacerlo con su padre y su abuelo. Sorbía con calma la pajilla, cuando sintió unas manos temblorosas que rosaban sus picaduras de abeja. Las flores verdes del vestido se encresparon. Sintió miedo, mucho miedo, y desconcierto. Seguía sorbiendo la Coca-Cola con desasosiego, aunque ya no le sabía a nada.
De pronto sintió unas manos arrugadas y flacas que hurgaban en su entrepierna. Quería pensar que aquel pubis con sus tres pelos huérfanos fuera de alguien más, y no suyo. El agua gaseosa, que seguía sorbiendo a toda prisa, ahora le cortaba la garganta.
Elisa temblaba mientras la imagen de aquel abuelo se estrellaba contra el piso. Quería salir corriendo, quitarse de aquel regazo que la mantenía presa, pero no podía. Sus piernas no le respondían. Tampoco su boca podía gritar para pedir auxilio. La niña del vestido de flores verdes ahogó un grito con aquella Coca-Cola. Casi sin respirar siquiera, tragó y tragó hasta que ya no hubo nada en el envase. La última bocanada de aire sin agua azucarada era su boleto de salida. «Ya acabé», dijo impaciente y con miedo a la vez que hizo el amago de levantarse. Escuchó que la voz gangosa del anciano le ofrecía otra gaseosa, pero ella negó con la cabeza.
Elisa se marchó a toda velocidad con su hermana y nunca más regresó a aquel lugar. Por varios días se negó a llevarle merienda al anciano. Por ello su mamá la reprendió varias veces, hasta que un día, temblando, le contó lo ocurrido. No hubo denuncia. No hubo reproches ni reclamos. Tampoco más meriendas o visitas al falso abuelo del vecindario.
Me tiemblan las manos mientras escribo este artículo. Yo también fui abusada y hasta hoy lo puedo contar.
Al fin comprendo por qué la Coca-Cola me da hipo y asco.
Más de este autor