Como no siempre me sentí a gusto con el primero que visité y tuve que cambiar en varias ocasiones, puedo decir que mi sonrisa vertical le ha visto la cara a por lo menos una docena de médicos. No es razón para sentirme orgullosa. O, como decía Chespirito en una sátira de sor Juana Inés de la Cruz: «De todo lo mal que hecho / con todos estos difuntos, / es ver tantos hombres juntos / y no sacarles provecho». Aunque los míos no estaban muertos.
Lo peor de esas visitas debe de ser cuando me hacen el papanicoláu. Odio tener que abrirle las piernas a un desconocido sin que medie en ese hecho un gramo de erotismo. Mientras una está como bisagra, mostrando todo su patrimonio y ya desprovista de toda dignidad, el médico tratará de ser simpático (los que lo son) y en tono muy profesional irá indicando el procedimiento. «Relájese, señora. Ahora le voy a hacer el tacto. Respire profundo», dice con frialdad. Y sin mediar más palabras, plas plas, mete al menos dos dedos en nuestra vagina mientras presiona la parte baja del vientre. Dele una alabanza a Dios si en ese proceso el doctorcito no se pasa llevando un vello púbico con los guantes porque, en tal caso, una puede implorar la muerte inmediata con tal de que termine aquel suplicio.
Terminado el procedimiento digital, el médico introducirá un espéculo (sí, así de horrible como suena), ese aparato en forma de pico de pato que él usa para abrirnos la vagina. Una vez adentro, lo abrirá como si le fuera a dar de comer al metálico artefacto e introducirá a través de esa abertura un cepillo especial para tomar una muestra de las paredes de la cerviz. Cumplido este objetivo, retirará el diabólico metal que invadía nuestra humanidad y seremos libres al fin de cerrar las piernas.
Este examen lo tenemos que hacer las mujeres rigurosamente desde el momento en que iniciamos nuestra vida sexual hasta que la muerte nos agarre. Una o dos veces por año. Indulgencia plena nos deberían dar.
Y aquí no acaba la cosa.
«Si algo puede salir mal, probablemente saldrá mal», aúlla la maldita ley de Murphy cuando el médico receta la mamografía. Dichosos los hombres, que no tienen que pasar por esta tortura heredada de la Inquisición en la cual somos forzadas a meter nuestras tetas entre dos planchas de hierro que las destriparán como si fueran tortilla. Todo, mientras una enfermera nos empuja la espalda y nos dice que nos pongamos de puntillas, que no respiremos, que no nos movamos y que no nos quejemos. En pocas palabras, que nos hagamos las muertas mientras nos desintegran nuestras mamas.
En mi caso, que con las justas llego a copa A, la situación puede ser casi insoportable, ya que tengo que hacer como que meto hasta las orejas, pero sin meterlas, porque si no la enfermera se enoja.
Así que, la próxima vez que escuche a una amiga, a su novia o a su esposa decir que tiene que ir al ginecólogo o que viene de allí, apóyela y valore a esa valquiria por tener el coraje de enfrentarse a este tormento sin chistar. Y, sobre todo, si se trata de su compañera de cama, ni intente ponerse en acción ese día.
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