La pregunta que nos hacemos es cómo un proceso penal ha podido desembocar en que un ser humano sea condenado a pasar 12 años de su vida dentro de un sistema penitenciario tercermundista y denigrante por el hurto de aproximadamente $40.00.
No nos engañemos. Para llegar a esta sentencia condenatoria han fallado un sistema jurídico y los actores que directa o indirectamente han llevado al ladronzuelo tras las rejas. Empecemos, pues.
El Congreso de la República, mediante el decreto 36-94, adicionó el artículo 255 bis al Código Penal, el cual tituló «de los hechos sacrílegos», y estableció que el robo o hurto de objetos destinados al culto, sean sagrados o no, tendrán penas de 12 y 20 años de prisión, respectivamente. Durante una oleada de robos de imágenes religiosas de principios de los años 1990, a algún diputado se le ocurrió dotar de santidad a estos objetos imponiendo penas excesivas y desproporcionadas. Que yo recuerde, no hay ningún miembro de ninguna banda internacional de robo de arte religioso condenado bajo este artículo, pero sí un ladroncillo de calderilla.
Ahora bien, el fiscal del Ministerio Público que llevó el caso debe, dentro de sus atribuciones, encuadrar un hecho en un tipo penal. En este caso tenía la posibilidad de imputar al señor Alcón el delito de hurto, con penas de uno a seis años, y con ello optar a un beneficio procesal que habría posibilitado que el acusado no entrara a la cárcel, o el hurto de objeto sagrado, con una pena de 12 años de prisión. ¿Qué motivaciones o razonamientos llevan a un fiscal a elegir entre imputar un delito u otro? ¿Racismo, desprecio, soberbia, saña o un sentido infantil de la justicia? ¿No hay medios de control interno que impidan al Ministerio Público como institución hacer el ridículo de esta forma?
Por otra parte, el defensor de oficio no interpone ningún tipo de recurso y permite que en ocho meses se cumplan todas las etapas procesales y que su defendido salga condenado sin impugnar la calificación jurídica del hecho atribuido por el MP. También fallan los jueces, el de Primera Instancia y el de Sentencia, al tener las atribuciones y los momentos procesales para enmendar este desaguisado y encausar el proceso dentro de la ley y la justicia, uno en la etapa intermedia y el otro en la sentencia, y no hacerlo.
Por último, la Iglesia católica, la comunidad parroquial y la misma sociedad no llamaron a la cordura a los actores judiciales para impedir que por una nimiedad este señor tenga una condena mayor que las de Medrano, la jueza Reynoso, Édgar Barquín y Eduardo Meyer, entre otros. No hay duda: la justicia se ensaña con los pobres.
En esta época de reformas constitucionales para el sector justicia, es válido e indispensable preguntarse cómo habría resuelto la justicia indígena este caso. Todos sabemos la respuesta: de forma justa y mesurada, restableciendo el equilibrio mediante el trabajo comunitario.
Cuando se esté discutiendo la jurisdicción indígena, pongámosles este ejemplo a los conservadores defensores de la justicia ordinaria y dejémoslos mascullando su respuesta.
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