En la esquina principal, una radio de válvulas Philips que sirve de mesa a un jarrón con flores chillantes. En el centro de ese espacio ocupa un lugar notable el reloj de cucú gigante que marca sonoramente sus pasos y que, cuando llega a la hora exacta, hace tremenda alharaca.
Poco a poco, con el pasar de los años, empezaron a llegar nuevos inquilinos a esas casas de antaño. El primero fue el televisor que con su enorme cuerpo y poca cara le quitaría el sitio de preferencia a la radio....
En la esquina principal, una radio de válvulas Philips que sirve de mesa a un jarrón con flores chillantes. En el centro de ese espacio ocupa un lugar notable el reloj de cucú gigante que marca sonoramente sus pasos y que, cuando llega a la hora exacta, hace tremenda alharaca.
Poco a poco, con el pasar de los años, empezaron a llegar nuevos inquilinos a esas casas de antaño. El primero fue el televisor que con su enorme cuerpo y poca cara le quitaría el sitio de preferencia a la radio. Poco tiempo después, otro bullicioso habitante, que gritaba para anunciar que alguien necesitaba hablar desde la distancia, entraría en escena para opacar al reloj, que sería desterrado a un rincón de la casa.
El siglo XXI nos trajo a los pequeños gigantes que se alimentan del ciberespacio y que nos mantienen a todos conectados. También ellos entraron a estas casas y, junto con el resto de trastos viejos, se mezclaron en una decoración ecléctica y extraña, donde conviven sin armonía el presente con el pasado.
En Guatemala tenemos un paisaje urbano que se parece mucho a esta casa de los abuelos de antes. En esta ciudad también se mezclan sin pudor lo moderno con lo anticuado: carreteras, edificios, pasos a desnivel y centros comerciales que conviven con aquellos vestigios del pasado que insistimos en seguir conservando.
Quizá el más disonante de estos rastros del pasado sean las camionetas, esas que aquí llaman irónicamente transporte urbano. Ellas representan esa radio de válvulas que ya suena a cucarachas cantando. Contaminan el ambiente con su explosión de gases y brindan un servicio de pésima calidad en un ambiente inseguro, donde cada viaje es una ruleta rusa. Los conductores manejan estas chatarras como si fueran diablos rojos y avanzan sin cuidado a toda velocidad, exponiendo las vidas de sus pasajeros en cada curva o barranco. En las ciudades modernas no hay camionetas para transporte público. Eso es cosa del pasado.
La guerra por el pasaje para alcanzar la cuota fijada por el dueño de la chatarra es un incentivo perverso que estimula la irresponsabilidad de los conductores. Cuando ocurre una desgracia se penaliza al chofer, pero el dueño de la carcacha queda como si nada. Como si él no fuera el responsable del estado del vehículo ni de contratar al personal idóneo.
Cada semana leo en los diarios sobre algún accidente de tránsito en el que está una camioneta involucrada. Recientemente, el Congreso aprobó el decreto 45-2016, que establece sanciones a pilotos de vehículos de transporte colectivo y de carga. De más está señalar que esta ley castiga solo a los empleados, mientras que los dueños siguen campantes. Además, define que se deben regular las bombas de inyección de estos vehículos para limitar a 80 kilómetros por hora la velocidad máxima. ¿Ochenta? Eso es demasiado para la calidad de los conductores, del vehículo y de las carreteras que tenemos en Guatemala: los tres factores que determinan los accidentes de tránsito.
La tendencia es que Guatemala sea cada vez más urbana. No podemos presentarnos al mundo como la casa de los abuelos de antes. Tenemos que hacer algo para parecer ciudades modernas. Debemos desterrar de una vez por todas a los diablos rojos.
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