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¿Una política del deseo?

A mi juicio, se está muy cerca de prorrogar una práctica de vida fascista cuando la “toma del poder” se convierte en la condición de cualquier posibilidad política para la izquierda.
Sus conclusiones ponen en entredicho la idea de que las sociedades jerárquicas (en las que unos mandan y otros obedecen) son superiores y que, consecuentemente, aquellas en que el poder se organiza de otra forma son inferiores.
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¿Una política del deseo?

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En este ensayo Alejandro Flores intenta explicar por qué a su juicio la renovación de la izquierda no se hará desde partidos que ansían tomar el poder del Estado, y dice que de hecho no es posible si no es contra ellos. ¿Su propuesta? Tiene más que ver con lo que ha sentido en las protestas populares.

La izquierda, su propio ídolo

Este ensayo iba a ser una contribución al debate sobre la renovación de la izquierda en Guatemala. Desde el momento en que Plaza Pública me propuso que escribiera sentí cierta ambivalencia que no me ha abandonado. Es un debate atractivo, pensé, siempre que no quede clausurado en la cárcel de lo que llamo estadocentrismo moderno (con “estadocentrismo” me refiero a una fijación compulsiva por vincular el poder político al Estado y sus instituciones). Pero lo que en realidad no ha dejado de molestarme es que la pregunta sobre la renovación de la izquierda no tiene mucho sentido.

Y no es que piense que sea innecesario buscar mecanismos de producción política para transformar el sistema de relaciones sociales que perpetúan la violencia y la exclusión. A lo que no le encuentro sentido es a ingresar a un debate destinado a eternizar un tipo de práctica social de la política que caracteriza a cierta izquierda obsesionada con el poder del Estado.

Tal vez un nuevo partido político de izquierda sea la penúltima cosa que necesitamos en este momento, solo antes de un nuevo partido de derecha.

Tal vez, sea hora de superar la melancolía por un dirigente o líder que se convierta en nuestro candidato (a quien bautizaremos como Narciso Mesías), al cual podamos seguir y admirar fervorosamente. En ello gira una práctica de la política que casi siempre produce los mismos resultados. Ya es hora que la destronemos.

Éste es un momento oportuno para entrar de lleno y sin miedo a cuestionar los argumentos más “fuertes” y de “fondo” que he recibido en intercambios con quienes defienden la postura de la izquierda estadocéntrica. De ellos, los más recurrentes y supuestamente incisivos son los siguientes: “la toma del poder es la clave para el cambio” y “el que no busca tomar el poder, no está en nada”.

Pero ¿de qué poder estamos hablando? ¿Qué, no ha sido el poder el que nos ha tenido siempre sujetados a nosotros? ¿Acaso no somos nosotros el resultado del poder, de sus relaciones, de sus limitaciones?

Antes quiero contarles algo que vi.

Primer sábado, sentado en un café de la sexta avenida

Liz y yo llegamos una hora antes de lo acordado con quienes nos juntaríamos en el Parque Morazán. Con las pancartas listas en primera fila, esperaba ya un grupo de jóvenes que creo formaban parte del Colectivo Hijos. El desayuno había sido liviano y decidimos pasar rápidamente a comer algo en un café que se encuentra frente al Tribunal Supremo Electoral. A pesar de que tenía mucha hambre, mi cuerpo no lo había notado. Los nervios eran sobrecogedores. Junto a nuestra mesa había otros dos grupos que se mostraban igual de ansiosos. Al momento de pedir la comida decidimos pagar de una vez, para no retrasarnos por si la manifestación iniciaba. Los otros grupos hicieron lo mismo. Nadie quería perderse ni un segundo del acontecimiento.

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A los pocos minutos, portando entusiastas su manta, vimos pasar a los jóvenes que llegaron primero al punto de reunión. Instantes más tarde empezó la bulla. Pitos, vuvuzelas, sartenes, redoblantes, gritos. En principio todos estábamos indignados por los actos de corrupción que habían quedado destapados pocos días antes. Eso era lo que nos convocaba. Sin embargo, el carácter carnavalesco de esos primeros manifestantes expresaba ya algo mucho de mayor intensidad. La indignación no era lo único que afectivamente circulaba entre los participantes. Sí, el enojo estaba presente, pero el afecto era festivo. Podía sentirse una fuerza creativa puesta en marcha que iba mucho más allá de la carencia. Una fuerza viva que no estaba siendo guiada por un grupo en particular o un discurso político determinado. En esos primeros manifestantes podía sentirse la efímera expresividad de cierta práctica de vida antifascista. Al llegar a la Plaza de la Constitución lo único que podía sentirse era la intensificación del afecto que había percibido originalmente entre los primeros manifestantes. Aunque sí había cierto espíritu sacrificial en las consignas que giraban en torno a Baldetti, el ambiente era el de un épico concierto, sin banda y sin cantante. Un concierto sin tarima, sin escenario. Una asociación espontánea que vela por la colectividad y el cuidado del grupo, más allá de las miserias egoístas del capital y del narcisismo de los políticos y sus aprendices. Una asociación que ahora se ha convertido en el objeto más preciado para medios de comunicación, conspiradores y políticos que, sin importar si son de izquierda o de derecha, esperan capitalizar votos para las próximas elecciones o usar esto como oportunidad para formar sus partidos—oportunistas, en fin.

¿A qué viene todo esto? Vamos a mi propuesta.

Ética anarquista, fascismo internalizado y el ídolo al que nos sujetamos

El anarquismo ofrece una serie de principios que sirven para afrontar la aparente crisis del presente. Hablo del anarquismo no como un sistema político ideal, petrificado y alienante, sino como devenir ético del día a día en el que singularidad y multiplicidad se funden. Esta es una forma de anarquismo que Foucault, en la introducción al Anti-Edipo, de Deleuze y Guattari, denomina como una vida no fascista. Es una ética minimalista basada en la identificación de tres tipos esenciales de adversarios:

Los ascetas políticos, los militantes morosos, los terroristas de la teoría, aquellos que quisieran preservar el orden puro de la política y del discurso político. Los burócratas de la revolución y los funcionarios de la Verdad.

Mediante la identificación de este primer adversario, Foucault propone estimular una actitud que cuestione la autoridad y jerarquía basadas en la idolatría a personalidades “de izquierda”. Exige que nos rebelemos contra la necesidad de recurrir siempre al Narciso Mesías de turno y supone cuestionar al sujeto que frecuentemente se auto-valida con apelativos afirmativos tales como (cualquier cosa que yo diga es) “revolucionario” y despectivos tales como (si te opones a mi eres) “revisionista”. Este discurso de la izquierda estadocéntrica, volcado sobre sí miso, clausura el horizonte de posibilidades de enunciación y de acción.

A mi juicio, se está muy cerca de prorrogar una práctica de vida fascista cuando la “toma del poder” se convierte en la condición de cualquier posibilidad política para la izquierda. Pero especialmente cuando esa aspiración se convierte en el criterio que anula cualquier otra opinión o práctica. Es decir, hacer creer o descreer algo porque en el mejor de los casos no apunta a “la toma del poder” o, en el peor, porque un patriarca de la izquierda así lo dice. Cuando eso sucede, la distinción entre izquierda y derecha carece de sentido, ya que ambas quedan capturadas por una práctica ética con tendencias al fascismo. Veamos:

…el enemigo mayor, el adversario estratégico … : el fascismo. Y no solamente el fascismo histórico de Hitler y de Mussolini—que tan bien supo movilizar y utilizar el deseo de las masas—sino también el fascismo que existe en todos nosotros, que habita en nuestros espíritus y está presente en nuestra conducta cotidiana, el fascismo que nos hace amar el poder, desear esa cosa misma que nos domina y nos explota.

La lógica de identificar este segundo adversario es mucho más comprensible. Aquí queda claro a qué me refiero por fascismo, que no es únicamente el sistema político y propagandístico de Hitler y Mussolini, sino es el que caracteriza la práctica política del día a día.

Foucault identifica con ello a un enemigo que se encuentra aparentemente encarnado en la ética de casi todos, una práctica de vida que, como en el caso de la izquierda partidista, hace amar el poder que deberíamos derrocar.

En un primer término, es un amor al poder del Estado, claro. Pero cualquiera que haya leído a Foucault sabe que su entendimiento del poder no inicia ni acaba en el Estado y sus instituciones.

Para Foucault, el poder está constituido por campos determinados en los que son establecidos objetivos específicos de vigilancia, control y gobierno. Cuando Foucault habla del poder, también habla de esos otros poderes, en apariencia, marginales: la sexualidad, la locura, la prisión, la medicina, la raza. Estos son campos clausurados sobre sí mismos. En cada uno de ellos se producen una serie de operaciones que sirven para someter a los cuerpos y convertirlos en materiales dóciles y gobernables. El racismo crea las “razas inferiores” de la misma forma que la izquierda crea a los revisionistas o la derecha a los terroristas. Las posibilidades de acción se limitan mediante etiquetas que deslegitiman: ¡es una loca!, ¡una anormal!, ¡ese es un indio! Esa forma de fascismo internalizado se refiere entonces a todos y cada uno de nosotros, los que insistimos en enunciados tales como: “el que no busca tomar el poder, no está en nada”.

Sigamos:

Los lamentables técnicos del deseo—los psicoanalistas y semiólogos—que registran cada signo y cada síntoma y que desearán reducir la organización múltiple del deseo a la ley binaria de la estructura y de la carencia.

El último adversario que analizaré de esta ética antifascista vincula el placer y el psicoanálisis con cierta forma de hacer ciencia. Y también discute con los dos apartados anteriores.

Tomando en cuenta que el Deseo es un conceptocrucial en el Anti-Edipo, es evidente que Foucault se concentra en la crítica al psicoanálisis expresada en el primer tomo: Capitalismo y Esquizofrenia (el segundo se llama Mil Mesetas). El cuestionamiento se dirige a esa forma de producir una institución que busca reducir la complejidad del deseo a ley simple y universal.

El Anti-Edipo, en sí mismo, hace evidente que el verdadero fascismo se encuentra en la práctica que busca someter todo proceso de significación del deseo al triángulo edípico: padre-madre-hijo.

El deseo, para Deleuze y Guattari, no sigue una ley universal, sino que se disemina desde los márgenes y a través de los engranajes de las máquinas que intentan limitarlo. El deseo es aquello que puede reconfigurar la máquina misma. En este sentido, el deseo no es una falta, una carencia, como tradicionalmente se lo ve en el psicoanálisis, sino una fuerza productiva y vital que moldea la realidad. A diferencia del psicoanálisis, que se enfoca en la represión que surge cuando aparece la autoridad del padre, para Deleuze y Guattari el deseo no puede ser más que un rizoma; o, en otras palabras, una práctica de vida antifascista entrelazada en una multiplicidad de intersecciones irreductibles a la lógica interna de las instituciones (y sus epistemologías institucionalistas). El deseo es lo que escapa.

¿Qué tienen que ver el psicoanálisis, el deseo y la ciencia con mi argumento central, sobre la imposibilidad de renovar a una izquierda “estadocéntrica”? Esta forma de comprender el deseo no como falta, sino como fuerza creadora se encuentra en la geografía, la lingüística, la historia, la geología, la antropología. De todos esos feudos académicos, el que más me interesa recalcar es el último; hablo como antropólogo.

Hay algunos expertos que señalan que la sección Salvajes, Bárbaros y Civilizados del Anti-Edipo, así como La Máquina de Guerra de Mil Mesetas son, en sí mismos, tributos filosóficos que buscan discutir el proyecto antropológico de Clastres. Un proyecto que rompe con una tradición etnográfica que había sido a todas luces nefasta en las “colonias” y favorable para la instauración de los imperios. A continuación me interesa traer al debate la reflexión de cómo la antropología de Clastres no sólo responde a la cuestión de la práctica de vida fascista, sino cómo en sí da los elementos necesarios para realizar una revolución científica en la antropología política que, después, puede servir para intensificar una política del deseo, una política de la fuga.

La revolución copernicana: una política más allá del Estado

En el primer capítulo de la Sociedad Contra el Estado, Pierre Clastres estudia la genealogía de algunas corrientes de antropología política. Son corrientes que tratan de abordar y responder a preguntas esenciales sobre el poder político en sociedades indígenas. Este libro evidencia con datos etnográficos que ni la coerción ni la dominación son las esencias del poder político en todos los tiempos, ni en todos los lugares. Con ello, Clastres nos invita distanciarnos de quienes afirman que el binomio mando-obediencia es la forma de organización esencial del poder político. Sus conclusiones ponen en entredicho la idea de que las sociedades jerárquicas (en las que unos mandan y otros obedecen) son superiores y que, consecuentemente, aquellas en que el poder se organiza de otra forma son inferiores.

Uno de los intereses de Clastres estaba en cuestionar el trasfondo historicista de estas teorías que reproducían nociones y metodologías evolucionistas y biologicistas en el estudio sociocultural de la política. Por lo tanto, su proyecto suponía terminar con la idea de que cualquier sociedad evoluciona de forma ascendente, de un estado de inferioridad (sin Estado) a uno de superioridad (con Estado). La crítica de Clastres buscaba, en consecuencia, superar el positivismo que tiende a ver el Estado como una formación superior de organización política, a partir de la cual se ha de explicar cualquier fenómeno relacionado con el poder. Por eso, rompía con una visión del mundo en que los espacios institucionales se tornan en fenómenos reificados y monolíticos, que obligan a hacer legítimo no sólo el binomio mando-obediencia, sino en concreto el ejercicio de la de la violencia ("legítima") como eje constitutivo del poder político

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Es decir, aunque la violencia y las relaciones mando-obediencia existan en otras sociedades (sin Estado), no son necesariamente constitutivas de la delimitación del locus político. En tal sentido, Clastres sienta las bases para entender la política como un fenómeno de la cultura que está sujeto a una multiplicidad de reglas, que varían dependiendo de las sociedades estudiadas y no en base a un criterio absoluto que niega sistemáticamente el carácter político de los otros.

Es de ahí que Clastres elabora una analogía sobre la revolución científica en la cual el sistema ptolemaico, geocéntrico, es sustituido por el sistema copernicano, heliocéntrico. Copérnico hace ver la falsedad en considerar que el sol y el resto de astros del universo giran alrededor de la tierra. Igualmente, Clastres provee herramientas de análisis fundamentales para demostrar empíricamente el error de estudiar las manifestaciones del poder político como constelaciones que gravitan única y exclusivamente en torno al Estado. El salvaje no es salvaje porque carezca de Estado o sea inferior. El salvaje es salvaje únicamente porque el taxónomo, desde su posición estadocéntrica de poder, no sabe cómo clasificarlo de forma diferente. El taxónomo puede clasificar cualquier cosa en el sistema ptolemaico, menos su propia práctica, su propio poder.

Pero más allá de la revolución en el estudio de la política, ¿qué surge de este análisis? ¿Acaso debemos promover modelos de sociedad no-estatales similares a los analizados en el estudio de Clastres?

No, de por sí esa pregunta es ingenua.

El proceso de colonización del mundo ha logrado llevar al Estado incluso a los sitios más recónditos de la “Selva”, que durante algún tiempo se consideraron aún autónomos. O, como lo propondría Deleuze en la Máquina de Guerra, el Estado ya esta allí, incluso donde no hay Estado. Pensar en un retorno no tiene sentido porque el retorno no existe.

Lo que tiene sentido es pensar en un devenir de la diferencia que pueda desarrollarse como una política del deseo. Esta es una política que, si bien negocia con la irreductible empiricidad del Estado, puede también hacer germinar los brotes de un mundo nuevo. Un mundo en el que la figura de un sujeto como nuestro no tan ficticio Narciso Mesías deja de tener lugar. Un mundo solidario, comunitario, sin vanguardias, sin ídolos. Pero este no es un mundo sin Estado. El Estado va a seguir estando. Lo único es que ya no ocupará el lugar que ocupa la Tierra en el modelo ptolemaico o Dios en la religión.

Anarquismo estratégico, ¿una política del deseo?

A lo largo de este ensayo he intentado profundizar en un único argumento: la condición de posibilidad de la izquierda estadocéntrica es la condición de imposibilidad para su renovación.

Sin embargo, una nueva forma de hacer política se encuentra potencialmente presente en la intensificación de estas energías creativas que fueron seminalmente producidas en las marchas que comenzaron el sábado 25 de abril de 2015. Ahí, quizá, se encuentre otra forma de hacer política.

Esta otra forma de hacer política no implica desconocer al Estado y sus instituciones, ya que seguirán existiendo por mucho tiempo (el Estado no va a existir para siempre, de eso podemos estar seguros). Esta otra forma de hacer política tampoco busca perderse en el calabozo argumentativo que gira en torno a votar, no votar o votar nulo. Esta otra forma de hacer política ha de resistir a las maquinaciones reductivas que en este momento tratan de imponerse.

Como se señalaba antes, tanto la izquierda como la derecha (y todo lo que queda en medio) están buscando mecanismos desesperados para encauzar electoralmente esta energía a su favor. Ceder a ese impulso estadocéntrico no estaría muy lejos del triunfo de la práctica fascista de la cual tratamos de tomar distancia el primer sábado. Con ello, nuevamente, todo estaría perdido; más que un devenir a la diferencia, nos encontraríamos con un retorno a lo mismo.

Este otro modo de hacer política puede reproducirse de muchas otras formas. Una de ellas consiste en poner en jaque a los políticos estadocéntricos que únicamente buscan, como en el famoso Gatopardo de Lampedusa, que todo cambie para que todo siga igual.

Hay que seguir manifestando en las calles, definitivamente. Pero también hay que promover la articulación de los grupos y comunidades a los que pertenecemos buscando recrear esa política del deseo presente en las manifestaciones.

Hay que multiplicar ese afecto promoviendo mecanismos como las asambleas de barrio, de trabajadores, de colectivos (en este sentido, hay muchas comunidades indígenas, colectivos feministas, lésbicos y transgénero que llevan la delantera y de las cuales, muchos podemos aprender).

Lo ideal sería que estos mecanismos nos permitieran discutir en profundidad formas para descentrar el patriarcado y la heteronormatividad—el establecimiento de la heterosexualidad como criterio de normalidad—del debate sobre la sexualidad. También se puede profundizar en mecanismos de descolonización de las mentalidades, el habla y el cuerpo. Asimismo, pueden ayudar a inventar tecnologías para disminuir los impactos del capitalismo contra el medio ambiente, así como la reproducción de las desigualdades causadas por la explotación y las violencias que llegan hasta el nivel más microscópico de la vida cotidiana.

De ahí pueden incluso nacer las nuevas revoluciones científicas en el estudio de la política.

Incluso las artes, se podrían librar de la complicidad establecida entre formas curatoriales hegemónicas y el mercado: un arte que busque estimular la liberación del deseo y que no quede capturado en el narcicismo de la galería.

Esta es una forma parcial, pero estratégica, de pensar el anarquismo, en la que si bien se convive con una serie de relaciones políticas que nos sobrepasan (el Estado y sus instituciones), se busca permanentemente, sin ninguna forma de coerción, la transformación del habitus político que hemos naturalizado en nuestra ética de la vida diaria.

Esto no es un rescate del movimiento social como se lo conoció durante todo el siglo XX. Lo que necesitamos no es un nuevo dirigente, un candidato presidencial, un nuevo Narciso Mesías. Lo que necesitamos es una nueva sociedad. Y esta nueva sociedad, muy diferente a la que conocemos hoy, no va a surgir del Estado, como han pretendido siempre los totalitarios. Es posible que una nueva sociedad nazca de la liberación de estos deseos de colaboración recíproca y producción de colectividad. Una nueva práctica del deseo que sea transversal a todos los poderes que han pretendido capturarnos; poderes que hemos internalizado, y que además de tenernos de rodillas, también nos han encandilado.

Una nueva práctica del deseo no pasa por la “toma del poder”. Una nueva práctica del deseo requiere inventarse otro mundo. Es una ética anarquista que se articula como un modo de vida antifascista.

 

PS: Recomiendo enormemente leer la más reciente columna de Marco Chivalán Carrillo, titulada Multitud, Racismo y MulticulturalismoEn ese texto se discuten asuntos esenciales relacionados con esta reflexión. 

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