Sobre todo cuando consideramos que el gobierno de Otto Pérez Molina ha respondido, antes que a los derechos de la población, a los intereses de la hidroeléctrica española Santa Cruz. No podemos apelar a que todos estamos en las mismas condiciones jurídicas, mientras que en lo fáctico vemos que efectivamente existen tratos diferenciados a partir de la condición étnica.
La apelación a lo jurídico en este caso se convierte en una ideología, cuando no en ironía, que considera que las personas que han sido reprimidas son insignificantes. Aunque también se les tiene como faltos de criterio, sobre todo para aquello que se relaciona con sus intereses y destinos. Luego de ello no es sorprendente que quienes no son víctimas de represión ni son injuriados por su pertenencia “étnica”, se arroguen el señalamiento de cuáles tendrían que ser las condiciones en que estas personas tienen que vivir. No contentos con ello, tienen que recurrir a justificaciones que pregonan un extraño desarrollo, que no da cuenta de la manera específica y concreta en que los que han recibido represión y vejación son beneficiados de manera efectiva. Consideran, erróneamente, que las personas tendrían que poner sus recursos a la total disponibilidad de las empresas extractoras, sin ningún reparo en sus condiciones de vida. Lo más contradictorio de esta postura radica en que si lo mismo fuera exigido a las personas que lo aducen, reaccionarían de manera violenta. Esto no sólo indica que consideran que los que reciben vejación no tienen autonomía, sino que tienen en sus formas de vida una suerte de “mal de origen”, que se manifiesta en expresiones tales como: “están opuestos al desarrollo”, “quieren vivir en pobreza siempre”, “indios subdesarrollados”, y un sin fin de etcéteras.
Para ello tienen que recurrir a postulados que consideran que las personas que reciben vejación no tienen capacidad de autonomía, y que por ello, otros tienen que venir a dirigirles. Esto se manifiesta en las peroratas sobre que las personas han sido “víctimas ingenuas” de extranjeros, que les han manipulado al punto en que les han dejado como marionetas de sus criterios. Con ello aplican el principio racista del buen salvaje, que establece una suerte de identidad a la que quienes han recibido vejación tienen que responder, porque finalmente les consideran poco menos que mascotas; dependientes, ingenuas, aunque a la vez sometidas a sus instintos que les sitúan en la torpeza y la ineptitud de no saber qué es lo más conveniente para su destino social.
Con ello se crean las bases para el asistencialismo y el paternalismo muy popular en las castas medias urbanas. Además, se cierra el círculo infernal del racismo que se vive en Guatemala, cuando resulta que la represión y la vejación se convierte en una suerte de “castigo reparador” necesario y doloroso a la vez. Porque tiene que restituir la metáfora neurótica del orden, ante el temor de dejar que las personas tomen la rienda de sus propios destinos. La patología social se consuma, cuando las castas medias, sobre todo las urbanas, se sosiegan la conciencia arguyendo que todo lo han hecho por mantener la unificación nacional en los criterios que ellos imponen a los demás, y no solo, sino de los que obtienen sus magros privilegios.
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