Las justificaciones para considerar (solamente desde temores infundados) peligrosos a los indígenas pueden dar pie a lo que ya hemos visto trágicamente en las evidencias históricas de nuestro país. Ante las medidas erráticas y poco planificadas para prevenir la pandemia del coronavirus impulsadas este fin de semana (del 15 al 17 de mayo de 2020) por el presidente Alejandro Giammattei, algunos grupos se organizaron para impedir el ingreso de productos de los grandes consorcios empresariales en sus comunidades, que habían sido autorizados con todas las de ley mientras se restringía a los pequeños productores, campesinos y vendedores ambulantes. Vimos consternados la manera como se desplegaron las fuerzas estatales, la Policía Nacional Civil, las policías municipales de diferentes regiones y hasta la Policía Militar, para hacer un desmedido despliegue de fuerza ante la población y ensañarse especialmente contra pequeños productores y vendedores ambulantes.
Para comprender esta situación recurrimos a las evidencias que nos muestra la historia reciente de nuestro país. En ella podemos entrever los pasos para generar la «tormenta perfecta» [1], en la cual los pueblos indígenas son presentados como peligrosos, deformados en los temores y las problemáticas de los pueblos ladinos de los alrededores de Patzicía, Chimaltenango, en 1944 y en el conflicto interno de finales del siglo XX. El historiador y antropólogo kaqchikel Édgar Esquit [2] nos indica que entre 600 y 900 indígenas fueron masacrados al ser acusados, sin derecho a ningún proceso judicial de defensa, de «intentar asesinar a los ladinos y robarles a sus mujeres». Y, para evitar una supuesta agresión ¡en el futuro!, procedieron a conformar milicias improvisadas con las que dieron muerte a los habitantes del lugar y persiguieron a los que lograron huir entre los cerros para exterminarlos. El escritor Dante Liano nos relata en su novela El misterio de San Andrés [3] la manera injusta en la que los indígenas eran tratados en torno al trabajo, al salario y a la posesión de la tierra. En este pasaje oscuro de nuestra historia podemos entrever que se generalizó a los indígenas y que se los mostró como opuestos al resto de los grupos debido a problemas concretos relacionados con el trato diferenciado del que han sido objeto.
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El 18 de mayo de 2020, en la columna de opinión Catalejo, de Prensa Libre, apareció la columna titulada Los graves efectos de acciones precipitadas, de Mario Antonio Sandoval, que habla con mucha preocupación de la falta de planificación de las disposiciones presidenciales para evitar el contagio del coronavirus. Se entiende (y cualquiera podría estar de acuerdo en ello) que órdenes arbitrarias, poco planificadas, que no han sido anunciadas de manera clara y precisa, redundan en comportamientos de pánico social ante el desabastecimiento de alimentos. No obstante, levantar el fantasma de una supuesta dicotomía entre citadinos e indígenas, entre empresas y campesinos, puede generar, peligrosamente, las justificaciones funestas para un orden despótico que atacaría, nuevamente, a los más vulnerables. Con ello se generan visiones dicotómicas, propias de lógicas de conflictos armados. Los resultados redundarían en la falsa imagen de un enemigo interno, además de que exacerbarían estereotipos y prejuicios racistas contra los indígenas.
La altura de los tiempos nos exige a todos tratar de pasar la crisis de la mejor manera. Ello implica, definitiva e indiscutiblemente, planificación en conjunto entre autoridades y población. No hay que olvidar que la realidad es compleja y que, por tanto, no se debe perseguir la prevención de la pandemia de la covid-19 desde controles autoritarios, que no permiten un ápice de crítica, diálogo y reflexión ciudadana. La prevención y la mitigación deben ser planeadas de manera comunitaria. No es la primera vez que ocurre algo así. La historia nos enseña que, independientemente de si se trata de un evento telúrico, de un huracán o de medidas de distanciamiento social ante la pandemia del coronavirus, no podemos dejar de lado que no es solo la información médica la que debe prevalecer, sino también los procesos que involucren a las comunidades en las medidas para paliar la crisis. Creo que no es tiempo de levantar temores sobre los demás, sino uno en el que la efectividad depende de la consideración de la mayoría de los factores que interactúan en esta crisis. El filósofo Michel Foucault nos hacía ver, con evidencias históricas, que el control y el disciplinamiento de los otros conllevan exclusión y violencia. Además, al no considerar todos los elementos socioculturales que interactúan en momentos de vicisitudes, se verán como válidas posturas extremas que solo buscan chivos expiatorios para desviar la atención sobre las malas gestiones y los desatinos del Gobierno. Quizá tenemos en nuestras manos la oportunidad de hacer partícipes a todos y de recordar las palabras del papa Francisco: «Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo es que nadie se salva solo» [4].
[1] Término acuñado por el filósofo esloveno Slavoj Žižek en ¡Pandemia! El covid-19 sacude al mundo, traducido y editado recientemente por el Centro de Estudios de Orientación Psicoanalítica, el cual se define de la siguiente manera: «Una tormenta perfecta tiene lugar cuando una rara combinación de circunstancias dispares produce un acontecimiento de extrema violencia. En tal caso, una sinergia de fuerzas libera una energía mucho mayor que la mera suma de sus contribuyentes individuales. El término fue popularizado por el bestseller de no ficción de Sebastian Junger de 1997 sobre una combinación única cada cien años que en 1991 golpeó el Atlántico norte, al este de la costa de los Estados Unidos…» (página 22).
[2] Esquit, Édgar. Comunidad y Estado durante la Revolución. Política comunal maya en la década de 1944 a 1954. Guatemala: Tujaal Ediciones.
[3] Liano, Dante (2018). El misterio de San Andrés. Guatemala: Sophos.
[4] Papa Francisco (2020). La vida después de la pandemia. Vaticano: Librería Editrice Vaticana. Pág. 48.
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