De esta masa inicial, sin embargo, han devenido otras. Entre estas se encuentra la que hoy menciono y que se caracteriza por ser apasionada, por que vive al máximo las emociones y por que no tiene límites a la hora de mostrar en público sus acuerdos y desacuerdos. Una de sus grandes particularidades es que siente una pasión desmedida por la violencia. Se regodea en ella.
A esta gran masa guatemalteca le apasiona el futbol. Se envalentona cuando gana su equipo y se deja manipular por discursos violentos para atacar a los rivales. La masa está siempre presente. Es infatigable en los encuentros deportivos de la selección y espera con una paciencia envidiable que se ganen los partidos. Muestra su devoción durmiendo mal y comiendo peor en la entrada del estadio, desde la madrugada si es necesario, para mostrar su apoyo. Llora a mares las derrotas y celebra como agua de mayo las escasas victorias con una fe que supera las más enconadas pruebas, que vaya si las ha tenido.
Además, la masa se une cuando se trata de apoyar, en una especie de cruzada colectiva vía mensajitos o likes, a algún artista nacional. Lo hizo así con Carlos Peña, con Fabiola, con Napoleón y con otros que ya no recuerdo. En estos casos, tras la aparente solidaridad, se esconde una especie de resentimiento hacia otros países que han logrado lo que nosotros no. Si de dinero se trata, reacciona la masa, pues se paga para ganar a cualquier precio.
Otro de los atributos violentos de la masa es su constancia exagerada en la demostración de sus preferencias y odios. Niega con una fuerza incandescente que aquí hubo genocidio a pesar de las pruebas, perdona a los corruptos o abusadores si son artistas o futbolistas famosos, tiene amnesia permanente ante los hechos del pasado y considera robar un delito mayor que matar. Aparte de eso, aún le encanta creer, ingenua que es, que cada cuatro años tiene el poder de decidir con su voto el futuro de la patria, con la conciencia tranquila de quien cumple bien con un deber ciudadano.
Pero lo que más le gusta a la masa es la sangre como resultado de la violencia extrema. Lo demuestra cuando fervientemente apoya la pena de muerte como si se tratara de ganar con ello el paraíso perdido. Y es en esta última cuestión donde la gran masa chapina se ve unánimemente compacta. Antes, como ahora, le encanta la violencia, la vive con la pasión de una carrera de Fórmula Uno. Allí donde la sangre pueda verse o predecirse es el lugar de su predilección.
Así, no dejo de imaginar cómo a esta masa le gustaría eliminar sin más (como ya lo hizo antes) a quienes considera indeseables. Le encantaría hacer una especie de limpieza social y que se aplicara la pena de muerte a los extorsionistas, a los narcotraficantes, a los que integran el crimen organizado, a los pandilleros, a los ladrones comunes y los de cuello blanco, a quienes luchan por sus derechos y los del planeta, a quienes cuestionan la elaboración sospechosa de leyes para favorecer solo a algunos, a las mujeres empoderadas, en fin, a todos los que no se alinean y, sobre todo, a esos 9.7 millones de personas que viven con lo mínimo o con menos y que hacen de este un país, según ellos, uno muy feo. Porque, si la pena de muerte les llegara a tocar a ellos, es decir, a quienes la promueven, entonces sacuden literalmente el cielo y el infierno con dinero y con influencias para que sobre los de su grupo no caiga nunca el peso de la ley.
Cómo no. La violencia, lugar común que a veces quisiéramos ignorar, lo único que genera es más violencia. Si nos diéramos cuenta de ello, si no sintiéramos tanta pasión histórica por la sangre, si en lugar de actuar como una masa manipulable y poco pensante —que responde más bien a los intereses de las élites que pugnan por seguir saqueando impunemente el país—, estaríamos buscando otros medios para reconstruirnos como sociedad. Porque, como se ha visto al menos hasta ahora, la violencia y todas sus secuelas no nos han servido para nada positivo.
¿O sí?
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