La pintura que sirve como señuelo es la de una mujer que está sentada leyendo un libro en un canapé de una lujosa habitación de inicios del siglo XIX. No obstante esta imagen, una vez leído el texto, resulta que entre los más famosos lectores de todos los tiempos hay muchos hombres, pero no se menciona a ninguna mujer.
Para un lector poco avezado, el contenido del texto podría significar que las mujeres no leen o, si leen, que las lecturas que realizan no son las suficientes como para que su nombre aparezca en una nómina de este tipo. Para otros, la no referencia a las mujeres responde más bien a la clásica invisibilización que suele hacerse de los méritos femeninos. En fin.
En mi caso, me surge la duda sobre lo que se requiere para ser considerada una lectora. Una respuesta inmediata me remite a las estadísticas, que señalan un promedio de unos 50 libros leídos al año para entrar en dicha categoría.
Recordé entonces cómo a lo largo de mi vida he coincidido con mujeres que son grandes lectoras. Conozco, por ejemplo, a quienes desde la academia han hecho de la lectura de su especialidad una fuente inagotable no solo de información, sino también de formación personal y colectiva. Son lectoras de obras científicas, y algunas de ellas han realizado significativos y constantes aportes como investigadoras.
Otras, por su parte, son lectoras de obras literarias. Compulsivas y absolutas, leen todo lo que cae en sus manos, especialmente novelas, pero también poesía y ensayos. Se las ve en medio de lugares remotos e inhóspitos en una hamaca o entre rocas, o a la orilla de un río o un lago, o frente al mar, mientras leen un libro. Absortas y ajenas, poco a poco van adquiriendo entre amigos y familiares una reputación si no pésima, al menos rara. Quizá más de este grupo que del primero han surgido nuestras escritoras más importantes.
Las mujeres que leen, además de inauditas, son extremadamente peligrosas. Aunque al principio parezca que el sistema las ha secuestrado como al resto de las personas de su sexo, tarde o temprano terminan por comprender que el mundo puede ser distinto en otras partes. Empiezan a no conformarse, a ver que, como la vida de tantas protagonistas en los libros, las suyas pueden ser diferentes, más humanas, mejores y diversas.
Y, para un Estado tan represivo y opresivo como el guatemalteco, contar entre sus habitantes con ciudadanas que cuestionen en todo momento sus políticas excluyentes es una carga que, si no se puede eliminar del todo, al menos debe neutralizarse en parte. Por esta razón, entre otras, los libros son tan caros y casi productos de lujo inaccesibles para las mayorías. Por esta razón, entre otras también, para las mujeres es más difícil el acceso a los estudios. A fin de cuentas son estas mujeres las que con el impulso de sus ideas y sus actos han logrado para el resto de su género los cambios favorables que como sociedad hemos tenido.
A ellas, a las mujeres de todas las edades que conozco y a las que no, a esas ávidas e insaciables lectoras, amigas y compañeras todas, expreso mi reconocimiento y admiración por la abundancia de sus logros.
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