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Patriarcado en la sociedad y un análisis histórico de ¿importa el tamaño?

El cinturón de castidad sigue presente simbólicamente, en la mentalidad dominante, en las relaciones de poder.
El poder está concebido fálicamente; por tanto, tiene los atributos masculinos.
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Patriarcado en la sociedad y un análisis histórico de ¿importa el tamaño?

Historia completa Temas clave
  • El patriarcado, con mayor o menor virulencia, sigue siendo aún una cruel realidad en todo el planeta.
  • El matrimonio en tanto institución, así como el patriarcado como formación social, son procesos históricos.
  • Hoy por hoy, en nuestras sociedades patriarcales, una mujer que detente cuotas de poder, es considerada «masculina».
  • Es hora de empezar a pensar en una crítica radical de ese paradigma machista y patriarcal que está a su base.

El falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a él se ha edificado —bélico, autoritario, centrado en el ganador y marginador del perdedor— no ofrece mayores posibilidades de justicia.

Situando el problema

No es ninguna novedad que las mujeres gozan de menos derechos que los varones en prácticamente todos los rincones del mundo. Eso está comenzando a cambiar, muy lentamente quizá, pero sin vuelta atrás. Ya hay transformaciones importantes en curso, aunque todavía resta muchísimo por avanzar.

Lo cierto es que el patriarcado, con mayor o menor virulencia, sigue siendo aún una cruel realidad en todo el planeta. No puede precisarse cómo seguirán esos cambios, con qué velocidad, cuál será el producto de todo ello. El aporte aquí presentado pretende ser un elemento más para esa gran transformación ya en marcha. Lo más importante a destacar es que algo comenzó a moverse y debemos seguir impulsando esa tendencia.

Amparados en la pseudo explicación de «ancestrales motivos culturales», puede entenderse –jamás justificarse– la lógica que hay en juego en el patriarcado. A partir de descifrar eso, puede entenderse una retahíla de atrocidades: los arreglos matrimoniales hechos por los varones a espaldas de las mujeres, el papel sumiso jugado por éstas en la historia, el harem, la ablación clitoridiana en nombre de la exclusividad masculina del goce genital; puede entenderse que una comadrona en las comunidades rurales de Latinoamérica cobre más por atender el nacimiento de un niño que el de una niña, o puede entenderse la lógica que lleva a la lapidación de una mujer considerada adúltera en el África.

En ese orden —y es lo que tratará de explicitar este escrito— puede verse cómo esa matriz fundamentan nuestras sociedades basadas en clases sociales, asimétricas, y por tanto, violentas. Propiedad privada, familia, dominación y patriarcado son elementos de un mismo conjunto. Es imposible —quimérico, podría agregarse— pretender establecer un orden cronológico en todo ello. Lo cierto es que, desde sus orígenes hasta la fecha, funcionan indisolublemente.

El pensamiento dominante de una época, la ideología —también las religiones, con la importancia toral que han tenido y continúan teniendo en la actualidad en todos los asuntos que podrían llamarse sociales, o éticos—, certifican esta unión entre los elementos mencionados. Nuestras sociedades se basan indistinta e indisolublemente en todo eso. Por tanto propiedad privada, su defensa violenta (léase guerras, entre otras cosas, represión de toda protesta social, de todo intento de cambio), y patriarcado son una misma cosa.

En toda relación interhumana, la ideología dominante parte de la base (errónea, por cierto) de una situación «natural», que interesadamente podría tomarse por «normal». Pero sucede que en la dimensión humana no hay precisamente «buenos» y «malos», ángeles y demonios, una normalidad dada de antemano, genética. Menos aún, una pretendida normalidad determinada por los dioses (dicho sea de paso: ¿cuáles?, visto que existen tantos, 3,000 al menos según el conteo de la ciencia antropológica). Hay, en todo caso, conflictos («La violencia es la partera de la historia», anunciaba Marx con una clara inspiración hegeliana). El paraíso libre de conflictos es un mito, está irremediablemente perdido.

Quizá en un arrebato de modernidad podríamos llegar a estar tentados de decir que las religiones más antiguas, o los albores de las actuales grandes religiones monoteístas, son explícitas en su expresión abiertamente patriarcal, consecuencia de sociedades mucho más «atrasadas», sociedades donde hoy ya se comienza a establecer la agenda de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres como una imperiosa necesidad de reparar injusticias históricas, sociedades que van dejando atrás la nebulosa del así llamado «subdesarrollo».

Así, no nos sorprende, por ejemplo, que dos milenios y medio atrás, Confucio, el gran pensador chino, pudiera decir que «La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo», o que el fundador del budismo, Sidhartha Gautama, aproximadamente para la misma época expresara que «La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará».

Tampoco nos sorprende hoy, en una serena lectura historiográfica y sociológica de las Sagradas Escrituras de la tradición católica, que en el Eclesiastés 22:3 pueda encontrarse que «El nacimiento de una hija es una pérdida», o en el mismo libro, 7:26-28, que «El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse». O que el Génesis enseñe a la mujer que «parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre ti», o el Timoteo 2:11-14 nos diga que «La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en silencio».

Reconociendo que los prejuicios culturales, racistas y machistas, siguen estando aún presentes en la Humanidad pese al gran progreso de los últimos siglos, desde una noción occidental (eurocéntrica y colonialista), podría pensarse que son religiones «primitivas» las que consagran el patriarcado y la supremacía masculina.

Así, ente la población africana, es común que en nombre de preceptos religiosos (de «religiones paganas» se decía no hace mucho tiempo) más de 100 millones de mujeres y niñas son actualmente víctimas de la mutilación genital femenina, practicada por parteras tradicionales o ancianas experimentadas al compás de oraciones religiosas a partir del concepto, absurdamente machista, que la mujer no debe gozar sexualmente, privilegio que solo le está consagrado a los varones, mientras que eso por cierto no sucede en sociedades «evolucionadas».

Incluso podría decirse que si la religión católica consagró el machismo, eso fue en tiempos ya idos, pretéritos, muy lejanos, y no es vergonzante hoy que uno de sus más conspicuos padres teológicos como San Agustín dijera hace más de 1,500 años: «Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle». Es decir: la mujer siempre como objeto, y más aún: objeto peligroso.

En esa línea, tampoco llama la atención que hace ocho siglos Santo Tomás de Aquino, quizá el más notorio de todos los teólogos del cristianismo, y presente entre nosotros en nuestra ideología cotidiana —sin saberlo, somos todas y todas aristotélico-tomistas— expresara: «Yo no veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos».

Las religiones, y por tanto el sentido común dominante, ven en la sexualidad un «pecado», un tema problemático. Sin dudas, ese es un campo polémico, plagado de dificultades. Pero no porque lleve a la «perdición» (¿qué será eso?) sino porque es la patencia más absoluta de los límites de lo humano: la sexualidad fuerza, desde su misma condición anatómica, a «optar» por una de dos posibilidades: «macho» o «hembra».

La constatación de esa diferencia real no es poca cosa: a partir de ella se construyen nuestros mundos culturales, simbólicos, de lo masculino y lo femenino, yendo más allá de la anatómica realidad que nos es dada desde el nacimiento. Esa construcción es, definitivamente, la más problemática de las construcciones humanas, y siempre está lista para el desliz, para el «problema», para el síntoma (o, dicho de otra manera, para el goce, que es inconsciente). ¿Cómo entender desde la lógica «normal» que un varón impotente o una mujer frígida, o un alcohólico con su compulsión destructiva a beber, «gocen» con su síntoma?).

A partir de esa construcción simbólica, se «edificó» masculinamente la debilidad femenina. Así, la mujer es incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia es ya sinónimo de malignidad; su sexualidad es una invitación a la perdición, a la locura. Por eso, al menos en la construcción judeo-cristiana dominante en Occidente, la sexualidad «correcta» debe estar solo al servicio de la reproducción. Lo demás (el goce) es pecado.

De ahí al moralismo condenatorio, un paso. «Adán y Eva y ¡no Adán y Esteban!», vociferaba un predicador evangélico, Biblia en mano. No caben dudas que el campo de la sexualidad y las relaciones afectivas en su sentido amplio siguen siendo —no hay otra alternativa parece— el doloroso talón de Aquiles de lo humano. ¿Por qué, indefectiblemente, en toda cultura y todo momento histórico, se ocultan las «zonas pudendas»? Pero, ¿por qué son pudendas?, justamente. ¿Por qué toda la construcción en torno a esto es tan, pero tan problemática?.

El psicoanálisis nos da la pista: no queremos saber nada de la incompletud, de la falta, por eso tapamos los órganos que nos ¿avergüenzan?, porque descubren que estamos en una carencia original: no podemos ser al mismo tiempo todo, machos y hembras. Por eso se prefiere una psicología de la felicidad que nos otorgue manuales y fórmulas de autoayuda para ¿triunfar en la vida? y asegurar el «amor eterno» (que, en realidad, no dura mucho), y nos exime de esta angustiante tarea de reconocer la incompletud. Resaltar la misma no es muy grato, hiere nuestro narcisismo; mantener la ilusión de la completud obviando el conflicto a la base, es mucho más gratificante.

Las religiones, en general, no dicen algo muy distinto a esta psicología de la buena voluntad, de la felicidad. Por eso todavía siguen ocupando un importante lugar en la dinámica humana. Son siempre la promesa de un paraíso por venir, la explicación de lo inexplicable, el bálsamo que todo lo suaviza. La cuestión es que el único paraíso existente es el paraíso perdido.

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Como un dato con algo de «perturbador» (al menos para la conciencia tradicionalista y reaccionaria) que no puede dejarse pasar inadvertido, valga considerar este ejemplo que debería cuestionar radicalmente esta ideología de la virilidad, del «macho»: en la ciudad de Guatemala (capital de un país conservador desde el punto de vista ético, declaradamente cristiano —pero con un porcentaje de abortos de los más altos de Latinoamérica, por supuesto clandestinos—), en la última década la cantidad de mujeres trans que ofrecen sus servicios en las calles aumentó en un 1,000 por ciento.

¿Cómo entender el fenómeno? ¿Se vuelve más «degenerada» la sociedad, o se permite externar más algo que estaba latente desde siempre? Considérese que quienes demandan el servicio son siempre varones (oficialmente heterosexuales y monogámicos, que quizá van a misa o al culto). Si subió tanto la oferta, es porque hay demanda, nos podrían decir los mercadólogos. Esto de ser ¡puro macho! habría que empezar a ponerlo en cuestión. Lo cual ayudaría a repensar críticamente —para buscar alternativas, claro está— toda la ideología patriarcal.

¿Qué significa eso de ser «tan machos»? ¿Por qué ser «puto» (en muchos países latinoamericanos: mujeriego, don Juan) en ambientes masculinos —e incluso hasta femeninos— puede ser encomiable, y ser «puta» es sinónimo de desprecio?.

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Toda esta misoginia que nos envuelve, este machismo que marca tanto a varones como a mujeres, tan condenable sin duda, podría entenderse como el producto de la oscuridad de los tiempos, de la falta de desarrollo, del atraso que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera aún en muchas sociedades contemporáneas que tendrían todavía que «madurar» (y que, por ejemplo, aún lapidan en forma pública a las mujeres que han cometido adulterio, como los musulmanes, o les obligan a cubrir su rostro ante otros varones que no sean de su círculo íntimo).

El Occidente «civilizado» ya no usa cinturón de castidad, pero es realmente para caerse de espaldas saber que hoy, entrado ya el siglo XXI, la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana sigue preparando a las parejas que habrán de contraer matrimonio con manuales y recomendaciones como la que transcribe 20 minutos Madrid, del 15 de noviembre de 2004, año V., número 1,132, página 8, donde puede leerse que «La profesión de la mujer seguirá siendo sus labores, su casa, y debería estar presente en los mil y un detalles de la vida de cada día. Le queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse para ser esposa. El sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser conquistada; para ella amar es darse por completo y entregarse a alguien que la ha elegido. Hasta tal punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien que siente la tentación de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con toda facilidad a los requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere ser la única en amar al hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá que cuidarse y aparecer bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará desear por su marido».

La idea de «pecado decadente» ligado a las mujeres, no solo en el catolicismo, sigue estando presente en diversas cosmovisiones religiosas, todas de extracción patriarcal. La anterior cita, que podría tomarse como una exageración, es lo que sigue alimentando la ideología dominante. No hay cinturón de castidad…, al menos en la realidad. El cinturón de castidad sigue presente simbólicamente, en la mentalidad dominante, en las relaciones de poder. Por lo tanto, hay mucho que seguir trabajando aún en todo esto.

Mujeres siempre llevando la peor parte: embarazo como problema

Para los varones hacer hijos a diestra y siniestra se ve como símbolo de hombría, de virilidad. Pero reproducir la especie no es solo procrear hijos. Eso último es un hecho eminentemente biológico-natural, de orden «animal» podría decirse. El cómo hacerlo (planificando, teniendo perspectiva de futuro, decidiendo en forma conjunta varón y mujer, por medio de inseminación artificial, haciéndose cargo de la crianza de los nuevos seres la pareja parental en forma responsable, las modalidades culturales en que se enmarca todo ello, etcétera) es también una cuestión eminentemente social. Se presentifica ahí las ideologías dominantes, los prejuicios, los juegos de poder, los valores éticos de una sociedad, además de las variables personales de cada sujeto.

Todo ello lleva a mostrar que la institución donde se da la procreación de la especie es justamente eso: una institución, algo instituido, establecido, codificado. No responde a un instinto primario. Por tanto, como código que es, cambia, varía con el paso del tiempo, puede hacer crisis. Lo demuestra la proliferación de formas matrimoniales existentes a lo largo y ancho del mundo y a través de la historia: pareja monogámica, harem, matrimonio homosexual, hijos extramatrimoniales, familia monoparental (madre o padre soltero), patriarcado, matriarcado, poliandria, etcétera.

En Brasil ya van dos casos en que se oficia un matrimonio entre tres personas, siendo legal. La reproducción como hecho biológico es una cosa; el mundo simbólico que la entreteje es algo muy distinto. Siguiendo esa línea de análisis podría llegarse a preguntar: ¿cuánto tiempo de vida le queda al matrimonio occidental conocido como «normal»? Si es posible generar vida artificial, clonar seres humanos, quizá ya no sea necesaria la institución matrimonial. El debate está abierto.

Según investigaciones recientes, aproximadamente un 50% de matrimonios en el mundo se disuelven. Podemos tomar el dato con pinzas (como todo dato en el campo de la investigación social), pero no cabe ninguna duda que hay una tendencia fuerte que no puede desconocerse. Esta tendencia —ahí está lo importante a considerar— nos habla de algo: el matrimonio es una institución en crisis. En todo caso, la modernidad de nuestros días posibilita poner sobre la mesa sin tanto problema cuestiones que recorren la historia, anteriormente no dichas, hoy ya más visibilizadas. Y de ahí puede sacarse la obligada conclusión: el patriarcado lleva por caminos sin salida.

Amigos con derechos, amigovios, parejas abiertas, matrimonios homosexuales…, a lo que podría agregarse, quizá con otro estatuto sociológico pero igualmente «inquietante» para una visión tradicional: sexo cibernético, relaciones en el espacio virtual, muñecas y/o muñecos inflables de silicón, etcétera. Todo esto es nuevo, y aún sigue produciendo mucho escozor a las visiones conservadoras. Pero ahí están todas estas cosas, tocando la puerta de nuestras atribuladas sociedades.

La institución del matrimonio va acompañada y se inscribe en el patriarcado, el primado del varón sobre la mujer (se es la «mujer de»; el cinturón de castidad, aunque no se use de hecho, no salió de nuestras mentalidades, la mujer sigue siendo todavía propiedad varonil, igual que la casa, el vehículo, una vaca, una gallina o la finca), modalidad cultural que, sin que pueda decirse que esté en absoluto proceso de crítica y de retirada de la escena, al menos comienza también —muy tibiamente todavía— a ser cuestionada.

En este marco general, entonces, debe entenderse el matrimonio como el dispositivo social que permite/asegura la perpetuación de la especie, de la propia cultura, y de la propiedad privada. Es la célula social que sirve para reproducir el sistema vigente.

El matrimonio en tanto institución, así como el patriarcado como formación social, son procesos históricos. Si nacieron alguna vez, si son elaboraciones que responden a momentos determinados de la historia, por tanto pueden (¿deben?) evolucionar, transformarse, desaparecer. Como todo lo humano, están atravesados por la cultura, por tanto, por la ideología. ¿Por qué, por ejemplo, hay prohibición del incesto? Entre los animales no sucede eso. Esto significa que todo lo humano está envuelto, movido, determinado por hechos simbólicos.

El puro instinto no alcanza para entender —ni para actuar— sobre nuestra compleja y errática realidad. Para prueba —una entre tantas, útil para evidenciar lo que este ensayo pretende poner en cuestión— véase lo que sucede en numerosos casos con los embarazos cuando no son consensuados; o más aún: cuando son producto de violaciones.

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En nuestros países latinoamericanos, y más aún en el país donde se produce el presente escrito: Guatemala, los tan comunes embarazos forzados, más que hablar de una ámbito biológico-natural donde la especie se reproduce, muestran —con descarnado patetismo— lo que significa el patriarcado en tanto ejercicio de poder.

El embarazo no deseado, del que finalmente tiene que hacerse cargo la mujer en condiciones de soledad y, en muchos casos, de precariedad, así como la violación que lo pone en marcha, o el incesto como algo frecuente, la maternidad en soltería (en Guatemala una de cada tres madres es soltera), los riesgos mortales que se siguen de prácticas abortivas en situación de clandestinidad, los mitos y prejuicios descalificadores que acompañan todo esto, están hondamente enraizados en la ideología dominante evidenciando que el patriarcado es una cruda realidad que sigue presente, golpeando a las mujeres obviamente, pero transmitiendo una ideología generalizada en toda la sociedad donde la figura del «macho» dominante aún sigue vigente, con lo que se perpetúa esta «normalidad».

Históricamente, varones y mujeres, ni bien estaban en condiciones de procrear, lo hacían. Desde hace unos pocos siglos la complejización de la vida hace que para ser un adulto normal integrado a la esfera productiva se necesita cada vez más preparación (en ciertos círculos, muy limitados aún, ya se exigen post-grados universitarios); de ahí que en la pubertad, cuando ya se está en edad reproductiva, aún no se ingresó al mercado laboral. Para ello faltan aún varios años; es por eso que hoy, en nuestro mundo marcado por la revolución científico-tecnológica, la reproducción se va demorando cada vez más. En ese sentido, hoy por hoy tener hijos en la adolescencia es un desatino. La sociedad ha creado esto, y como somos esclavos de nuestro tiempo, es imposible alejarse de esos determinantes.

Un embarazo sufrido en la adolescencia sin haber sido deseado, sin planificarlo, y más aún en situación de agresión en tanto producto de una violación, lo que menos puede tener es placer, satisfacción. Es, en todo caso, un problema.

Estamos, por tanto, ante un problema con una triple dimensión. Problema, por un lado, a) para la mujer joven que lo experimenta, por los riesgos a que puede verse sometida, fundamentalmente por su condición de precariedad psicosocial. Por otro lado; b) para el hijo que podrá nacer de esa relación sexual (ser humano no deseado que llega al mundo en un contexto en modo alguno amistoso, siendo producto de un hecho agresivo). Por último, c) un problema para el todo social, en tanto reafirma la cultura machista patriarcal que coloca a las mujeres en situación de objeto, repitiendo así patrones sociales de menosprecio y exclusión del género femenino a manos de un poder masculino hegemónico, refrendado desde la institucionalidad del Estado e incluso desde la autoridad moral de las iglesias.

El nacimiento de un niño no deseado en una joven madre, de por sí tiene una serie de problemas conexos. Pero si esa gestación es producto de una relación abusiva o violatoria, estamos ante una verdadera catástrofe social. Dicho sea de paso: las catástrofes nunca son naturales. Son sociales, en el más amplio sentido de la palabra, pues los eventos de la naturaleza afectan según el desarrollo social de quien los experimenta. ¿Por qué un embarazo, que debiera ser algo tan bello y sublime, puede transformarse en una tragedia? No hay fuerza instintiva que lo explique.

Que en un país muchas de sus niñas y jóvenes salgan embarazadas como producto de prácticas de violencia de género y por una tradicional cultura que lo tolera, no deja de ser un grave problema de salud pública, un problema socio-epidemiológico. Es imperioso que las autoridades del caso, que el Estado en tanto rector de la política en salud, comiencen a remediar esto. Pero, lo sabemos, los Estados son la institucionalización de la violencia de los grupos de poder, no solo la económica: también el patriarcado está institucionalizado, aceptado, legalizado.

Durante la pasada guerra en Bosnia el Papa Juan Pablo II mandó una carta abierta a las mujeres que habían quedado embarazadas después de ser violadas pidiéndoles explícitamente que no se practicaran un aborto y que cambiaran la violación en «un acto de amor» haciendo a ese niño «carne de su carne». Seguramente no es eso lo que se necesita para abordar el problema en términos de ciencia epidemiológica, en términos de política pública de salud. Eso es seguir abonando generosamente la cultura machista y patriarcal.

Patriarcado: ¿por qué?

Abrir una crítica contra el machismo dominante —que, por lo visto, atraviesa la historia humana y está presente en todas las latitudes— es imprescindible. Pero, ¿por qué? Podría comenzarse diciendo que por una cuestión de equidad mínima, por justicia universal y respeto por parte de los varones (dominadores hasta ahora) hacia las mujeres (las dominadas).

Sin duda, si alguien sale perjudicado en esta asimétrica relación, es el género femenino. «Gracias dios mío por no haberme hecho mujer», reza una oración hebrea. Abundar con ejemplos acerca de esta injusta situación no es el objetivo de este texto; sobran por demás en la vida cotidiana, y creemos que lo del embarazo no deseado como producto de violaciones expuesto más arriba es suficiente demostración de la injusticia en juego. Partimos, entonces, de considerar que esas impresentables, injustificables y aborrecibles asimetrías son el punto de arranque de la presente reflexión.

Por razones de la más elemental ecuanimidad debería corregirse, de una vez por todas, esta aberración del patriarcado. ¿Con qué derecho un varón tendría más cuota de poder que una mujer? ¿Por qué lo que a uno de los géneros se le prohíbe («canas al aire», por ejemplo, o decir arbitrariamente sobre los futuros nacimientos) en otros se tolera, o se aplaude incluso? ¿Por qué la irracional, absurda y malintencionada visión de las mujeres como malas conductoras de automóviles si estadísticamente está más que demostrado que tienen menos accidentes viales que los varones? (porque no son tan irresponsables, cuidan más su vida y la de los otros, cumplen más fielmente los reglamentos de tránsito). ¿Por qué los golpes los siguen recibiendo siempre ellas y no ellos? En todo caso, y hacia eso tenemos que apuntar: ¡nadie debe recibir golpes!.

Por supuesto que no hay ningún «derecho natural», ninguna presunta determinación biológica ni voluntad divina que lo «justifique». Es una pura construcción histórica, una ideología del poder masculino que se ha impuesto, una nefasta injusticia —una más de tantas— que atraviesan la vida humana. No se trata, entonces, de hacer un mea culpa por parte de los varones «salvajes, malos y abusivos» para tornarse más «piadosos», más «buenos». Definitivamente, no va por allí la cuestión.

Por cierto, un cambio en la construcción de las relaciones humanas daría como resultado una equiparación en derechos y deberes por parte de ambos géneros. De eso se trata, y no de un «abuenamiento» de los machos violentos. Las relaciones humanas, si las consideramos en tanto relaciones de grandes grupos, de movimientos históricos, no deben entenderse en términos de relaciones personales, de inter-subjetividades, de «bondad» o «maldad» en tanto voluntarias decisiones de sujetos autosuficientes que definirían la historia. Las ciencias sociales han aportado esa visión más profunda: la cultura, las clases sociales, la lucha por el poder nos trasciende como individuos. Somos lo que somos porque hay una historia que nos precede y nos sobredetermina. «Solo no eres nadie. Es preciso que otro te nombre», decía magistralmente Bertolt Brecht. El «macho» de barrio o el albañil que le silba o piropea insultando a una mujer que pasa caminando no es «el malo de la película». Es un síntoma social.

Ahora bien: ¿dónde nos lleva el patriarcado? ¿Por qué no ser machistas? No solo porque los varones no tienen ningún derecho sobre las mujeres (¡que no son su propiedad, aunque todavía las mujeres casadas utilizan el genitivo «Sra. “de” Fulano»!) sino —y quizá esto puede ser lo fundamental— porque el modelo de sociedades patriarcales que se ha venido construyendo desde que tenemos noticia, propiedad privada de por medio, ha estado centrado en la supremacía varonil.

El poder, hasta ahora, se ha venido concibiendo como un hecho «masculino». La representación del poder es siempre un símbolo fálico (bastón de mando, cetro, báculo pastoral). Incluso los prelados católicos, que hicieron voto de castidad, representan su mandato con una evocación de aquello que no usan como órgano sexual y se une con lo fálico. El falocentrismo nos atraviesa.

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Decir que la organización social es fálica apunta a concebir las relaciones interhumanas vertebradas en torno a un símbolo, un articulador que representa «la potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural y no la variedad puramente priápica del poder masculino, la esperanza de la resurrección y la potencia que puede producirla, el principio luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad que eternamente mana del ser», (Lacan, 1958).

El falo, entonces, es el gozne que ordena una realidad de subjetividades, y si bien se inspira en el órgano sexual masculino, no es correlativo con él. El poder está concebido fálicamente; por tanto, tiene los atributos masculinos. Hoy por hoy, en nuestras sociedades patriarcales, una mujer que detente cuotas de poder, es considerada «masculina».

Una mujer dominante «las tiene bien puestas», es la Dama de Hierro. Imagen masculinizada sin ningún atenuante. El poder es abusivo, arbitrario, no admite discusiones ni disensos. Casualmente, todas características que definen la virilidad. ¿Por qué se siguen tolerando los embarazos forzados de las mujeres, para recuperar el ejemplo de más arriba? ¿Por qué no se acusa al Vaticano por ese llamado patético que puede haber realizado su primer dignatario ante las violaciones masivas en una guerra?.

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Las sociedades que se han tejido en torno a este resguardo de la propiedad privada han sido tremendamente masculinizadas, entendiendo por «masculino» todo lo que se liga con los atributos de un «macho»: fuerza, poderío, supremacía. La resistencia femenina ante el dolor de un parto, por ejemplo, ni siquiera se considera. Lo «importante» es lo varonil. Si se pregunta por el trabajo de una mujer, la ideología dominante sigue respondiendo: «no, ella no trabaja; es ama de casa». ¿No es importante ese trabajo acaso?.

Si ese ha sido el molde con el que se edificaron las sociedades —machistas, basadas en la supremacía del más fuerte, competitivas y llevándose todo por delante, destruyendo al otro que termina siendo siempre adversario a vencer— los resultados están a la vista. Más allá de pomposas declaraciones de igualdad, justicia, paz y entendimiento (que nadie cree realmente, fuera de los actos protocolarios), la historia se sigue definiendo por quién detenta el garrote más grande (hoy día podría decirse: mayor cantidad de misiles balísticos intercontinentales con carga nuclear, ahora con velocidad hipersónica).

Lo varonil: sinónimo de violencia

La «conquista» —que es siempre agresiva, impositiva, muy de machos– sigue siendo lo dominante. Se «conquistan» mujeres, territorios, incluso el espacio sideral. También en el campo del saber se habla de «conquistas» científicas. Si esa es la matriz que nos constituye (¿machista, patriarcal, centrada en el garrote más grande como definición última de nuestra dinámica?), el resultado habla por sí solo. Ese es el mundo que tenemos: se gasta más en armas (32,000 dólares por segundo) que en satisfacer las necesidades básicas de la humanidad. Con todo el desarrollo científico-técnico de que disponemos como especie, el hambre sigue siendo de las principales causas de muerte de la Humanidad, si bien se dispone de un 40% más de alimentos para nutrir satisfactoriamente a todos los seres humanos.

Aunque se habla hasta el cansancio de paz y desarrollo equitativo, deciden los destinos del mundo los pocos que tienen poder de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (apenas cinco países: Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia), los que tienen el garrote más grande (¿el tamaño sí importa? Es evidente que el poder está concebido masculinamente: es machista).

Si el mundo que, propiedad privada de los medios de producción mediante, que hemos construido se basa en esa sed de «conquista» (machista patriarcal), evidentemente ser machistas no nos depara lo mejor. Al menos como especie, como Humanidad. Una rápida mirada al asunto podría hacer concluir que, sin dudas para los varones, sí hay beneficios. ¡Por supuesto que en un sentido los hay! Pues las desiguales cuotas de poder estipulan prebendas para unos (los varones, los machos) allí donde para la otra mitad (las mujeres) hay penurias.

Habría que ser ciego para no reconocer que los golpes los reciben las mujeres y que los varones son los «beneficiados». Ejemplos al respecto sobran: mayores cuotas de poder, beneficios económicos, comodidades y privilegios por doquier. La lista es interminable.

Pero pretendemos ir más lejos en el análisis: las sociedades erigidas a partir de ese modelo de dominación y competitividad (la abrumadora mayoría de las que se conocen), si bien otorgan injustas e injustificadas prerrogativas a los varones a costa de las mujeres (más disfrute, menos trabajo, más ejercicio de poderes, más licencias para todo), sirven en definitiva para erigir construcciones sociales violentas e inequitativas que terminan por ser dañinas para todos los integrantes por igual. La posible guerra termonuclear o el ecocidio que se vive (catástrofes de dimensiones dantescas) tocan a toda la Humanidad en su conjunto, no olvidarlo: varones y mujeres vamos camino al exterminio si seguimos por esta senda.

Las sociedades basadas en la explotación económica de una clase sobre otra, que hacen de la guerra de conquista (¿acaso alguna guerra no es de conquista?) una clave de su desarrollo, las sociedades militarizadas y con patrones autoritarios; en otros términos: prácticamente todas las sociedades que conocemos desde el surgimiento de la propiedad privada cuando nuestros ancestros llegaron a la agricultura y se hicieron sedentarios, todas siguen ese patrón machista. Por tanto, ese modelo dominante no solo a las mujeres —las principales desposeídas, golpeadas y vejadas— sino a la totalidad del cuerpo social no le depara un mundo de rosas.

En todo caso, debe admitirse que cualquier varón, no importando su ubicación socio-económica ni adscripción étnica, se beneficia infinitamente más que cualquier mujer por el solo hecho de su estructura anatómica, que dado el contexto social le permite ser un «macho» con todas las prerrogativas concomitantes.

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Para un mundo patriarcal, tal como el que sigue habiendo más allá de los primeros cambios que se empiezan a ver con una crítica a estos paradigmas, los varones ¿por qué querrían renunciar a esos privilegios? Eso implicaría comenzar a compartir cuotas de poder con el género femenino, y definitivamente nadie está dispuesto a ceder su sitial de honor. ¿Acaso algún cambio en las relaciones de poder en nuestra historia como especie fue pacífico alguna vez? Recordemos aquella sentencia citada más arriba, que ahora podrá dimensionarse más acabadamente después de todo lo dicho: «La violencia es la partera de la historia». Es decir: no hay cambios pacíficos.

La cuestión básica por la que se abre esta crítica no es solo por el desarrollo de una nueva masculinidad no violenta que podría pretenderse más ¿civilizada?, más ¿«buena onda»? Bienvenida ella, por supuesto. Pero hay que ir más allá aún.

En todo caso, la apuesta es reemplazar esos patrones machistas, patriarcales, masculinizantes, por nuevas formas de concebir las relaciones humanas; o si se quiere decir de otra manera: para plantearnos una crítica a la forma en que nos vertebra el poder.

¿Qué hacer entonces?

Quizá puede enfocarse la tarea no pensando en una nueva masculinidad más «humanizada», más «suave», sino, siendo más amplios, considerando y proponiendo nuevas relaciones humanas. Ello no solo porque los varones deben ser «bondadosos» y no maltratar a las mujeres (aunque suene cínico, o absurdo, dicho así).

Se trata de construir una nueva sociedad que replantee la idea de poder. ¿O habrá que pensar que estamos condenados al bastón de mando masculino? De hecho, si bien son muy contados casos en el mundo, también hay sociedades donde el género masculino no detenta el poder (los Minangkabau en Indonesia, los Mosuo en el Tíbet, etcétera), donde hay otras formas de «armar» la sociedad.

Si el poder masculinizante dio como resultado en el mundo esta catástrofe que tenemos actualmente, con sus interminables «conquistas» y violencia generalizada llevándose todo por delante, es hora de empezar a pensar en una crítica radical de ese paradigma machista y patriarcal que está a su base.

Determinar qué es primero, si la propiedad privada o el patriarcado, es intrascendente para este análisis (el Estado, sin dudas, es posterior, porque viene a legitimar la asimetría de poseedor y desposeído, «legalizando» el hecho ya dado). Lo importante es entender que se construyó un mundo basado en esa forma, en ese arquetipo: uno más poderoso (que de momento ha sido el macho dominante) manda; otro, más débil y sumiso, obedece. Eso se mantiene a sangre y fuego; intentar cambiarlo es promover la reacción más violenta y brutal (eso es el Estado justamente: la violencia de clase organizada, la violencia de quienes detentan el poder —podría decirse también: del género masculino sobre el femenino—. ¿Qué otra cosa significa si no el citado mensaje papal?). Pero de lo que se trata ahora, parafraseando a Marx en su Tesis XI sobre Feuerbach, no es sólo de interpretar todo esto, sino de transformarlo.

De continuar por ese lado, con ese patrón dominante, tenemos la destrucción de la especie asegurada, y seguramente también del planeta. Dato interesante: de activarse simultáneamente todo el potencial nuclear bélico que hay sobre el planeta en estos momentos, la Tierra estallaría, no quedaría ni rastro alguno de forma viva y los efectos que provocaría la explosión llegarían hasta la órbita de Plutón, dañando severamente a Marte y Júpiter. Proeza técnica, sin dudas (si es que así se le puede llamar). Pero ese ímpetu destructivo, esa arrogancia arrolladora (¡muy machista!) no sirve para lograr un mundo más equilibrado, no pudiendo resolver problemas ancestrales como el hambre, o la conflictividad entre pares (continúa el racismo, el machismo, la competencia descarnada, los embarazos no deseados y las violaciones sexuales). El «éxito» sigue concibiéndose como destrucción del otro, ser más que el otro. Es evidente que, falocentrismo por medio, «el tamaño sí importa». La solidaridad, más allá de las solemnes declaraciones políticamente correctas, sigue esperando su turno: ganar, triunfar, es siempre «cogerse» al otro (muy masculinamente, por cierto).

¿Se terminarían todas esas aberraciones, injusticias y mezquindades con un planteamiento alternativo, no machista? ¿Cómo encaja ahí lo de «nuevas masculinidades»? No lo sabemos, pero vale la pena intentarlo. Aunque, siendo rigurosos, no es solo una nueva masculinidad sino una nueva forma de establecer las relaciones entre seres humanos.

Decía Gabriel García Márquez (The Time Magazine Special Issue Millennium, octubre de 1992, Vol. 140, N° 27): «Lo único realmente nuevo que podría intentarse para salvar la Humanidad en el Siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del mundo. La Humanidad está condenada a desaparecer en el Siglo XXI por la degradación del medio ambiente. El poder masculino ha demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus intereses. Para la mujer, en cambio, la preservación del medio ambiente es una vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso, la inversión de poderes es de vida o muerte».

En sentido estricto, quizá no se trate de invertir los poderes, tal como reclama el insigne colombiano, sino de plantear una nueva forma de relacionamiento. O si se quiere decir de otro modo: es necesario reformular la noción misma de poder, de ejercicio de poder.

¿Por qué no ser machistas? No porque la llamada nueva masculinidad invite a los varones a «ser buenos» con las mujeres. O, al menos, no solo por eso. ¡No debemos ser machistas por una elemental necesidad de preservar la vida! Aunque para los varones aparentemente resulte un beneficio ser servidos.

El modelo violento, arrasador, conquistador a que da lugar ese esquema viril, si bien pueda deparar presuntos beneficios para el macho atendido servilmente por «sus» mujeres, en definitiva es el preámbulo de otras formas de violencia, es decir: de nuestro actual mundo basado en la injusticia, la impunidad, la corrupción, el chantaje y, cuando sea necesario, la eliminación del otro.

Mientras no se considere seriamente el tema de las exclusiones —todas, no solo las económicas, también las de género al igual que las étnicas— no habrá posibilidades de construir un mundo más equilibrado. El materialismo histórico en su desarrollo teórico, así como las experiencias socialistas habidas durante el siglo XX, maravillosas en muchos sentidos —y ahí sigue Cuba resistiendo los ataques, con indicadores socio-económicos superiores a muchas potencias capitalistas, por ejemplo— deben aún profundizar en estos aspectos poco tenidos en cuenta: la explotación no es solo la de clase (fundamental, sin dudas). También lo es el patriarcado. Más aún: el patriarcado como construcción cultural posibilita seguir reproduciendo la explotación de clase.

Dicho en otros términos: el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a él se ha edificado —bélico, autoritario, centrado en el ganador y marginador del perdedor— no ofrece mayores posibilidades de justicia.

Trabajar en pro de los derechos de género es una forma de apuntalar la construcción de la equidad, de la justicia. Eso no es sólo una tarea de las mujeres. ¡Es un trabajo político-social-ideológico de todas y todos por igual! Y sin justicia no puede haber paz ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza.

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