Magdalena Enríquez tiene 37 años y tres hijos. Vive en la colonia Los Próceres, en uno de los tantos asentamientos marginales que se apretujan en San Salvador. Magdalena vive en la capital del país más violento del mundo (6,670 homicidios en 2015; 103 por cada 100 mil. 19 asesinatos diarios en 2016).
Además de la problemática de las pandillas y de la nueva estrategia de seguridad del Estado, la violencia también se reproduce en las relaciones domésticas. Lo sabe bien Magdalena, que creció con los insultos, los golpes y los abusos del padre, la indiferencia de la madre, la crueldad de la calle donde vendía tortillas desde niña, la dependencia del alcohol de su primer esposo y las palizas que recibía del segundo. Año tras año, asumió la violencia que la rodeaba como algo natural al punto que empezó a replicarla en su hogar, como madre, en contra de sus propios hijos, maltratándolos.
En 2011 algo cambió en la vida de Magdalena. Justo antes de la histórica tregua entre pandillas, que generó polémica, pero que tuvo como resultado una baja considerable en la tasa de homicidios hasta el 2014, cerca del barrio donde vive Magdalena, un proyecto social para trabajadoras ambulantes le permitió acercarse al mundo del teatro, experimentarlo como una forma de llevar a la escena las problemáticas de la vida diaria, enfrentarlas y, poco a poco, sanarlas. El teatro se volvió una práctica de terapia, concientización y curación. Magdalena empezó a entender que, para cambiar las cosas, primero tenía que cambiar su manera de pensar, creer en sí misma, aprender a quererse, asumiendo que tantos años de sufrimiento le habían bajado la autoestima hasta hacerla conformar a la vida violenta y sin horizonte. Porque, como explica, tenía que reconstruir confianza en sí misma para luego transferirla a sus hijos. El teatro le dio la “oportunidad de soñar, liberarse, ser mejor mamá”.
La experiencia artística ha sido tan exitosa que el colectivo conformado por Magdalena, su hermana Ruth y otras cuatro mujeres provenientes del ámbito del trabajo ambulante con el nombre de La Cachada se ha vuelto muy conocido en la ciudad al punto que, casi semanalmente, realizan funciones, muchas veces, frente a espectadores provenientes de contextos de vida diametralmente opuestos a los humildes orígenes de las artistas.
Cachada en jerga guanaca significa ganga: es el grito que se suele escuchar en cualquier mercado. Justo con una escena de mercado empieza la última obra del colectivo titulada ¿Y si no hubieras nacido?: una mujer sobrecargada de hijos, mercancías y penas entra al escenario y, gradualmente, lleva a los espectadores a las entrañas del mundo que rodea a la mayoría de las mujeres salvadoreñas. Desde el hogar hasta el mercado, pasando por la escuela y el hospital, la violencia de las relaciones interpersonales, empapadas de machismo, anula la autoestima, marchita la confianza hasta dejarte caer en poder de la alienación. Las escenas son cómicas y las actrices tienen talento: el resultado es que el público se dobla a carcajadas en cada acto y, casi sin percatarse, simultaneamente, se acerca a la dureza y a la ternura de la cotidianidad.
Terminada la función, Magdalena tiene justo el tiempo de comer algo antes de irse al barrio de clase media donde, desde hace dos años, trabaja limpiando la casa de una familia. Pasa al colegio a recoger a Helen, de 12 años, la lleva de la mano. Llegan al hogar de la adolescente, ubicada en una colonia defendida por garita y seguridad privada. Magda realiza las labores que le permiten ganar los 15 dólares diarios que le han cambiado la economía, permitiéndole costear las necesidades básicas de su familia, los estudios de sus hijos, la comida.
Al atardecer agarra el bus que la lleva de regreso a su casa. Su mirada, aunque cansada, atenta, no da indicios de que se relaje en la ruta de regreso. Sólo al llegar a casa, después de haber besado a Saraí, se concede un largo bostezo: está destruida. Se permite un pequeño descanso, esperando el regreso de sus dos hijos mayores antes de cenar e irse a la cama. Todo está en calma en la sala de Magdalena pero, de pronto, como un relámpago, de la nada, 10 policías encapuchados y fuertemente armados aparecen frente a la casa. Magdalena tiene el tiempo de recomponerse y, tirada al suelo, cerrar la puerta de la casa a pura fuerza de codos. Una lluvia de balas truena a pocos metros de distancia. El ruido inunda, no se escuchan las voces: no se sabe si, fuera de la casa, se está desarrollando un enfrentamiento armado entre policías y pandilleros o si las ráfagas de plomo se están disparando al aire, unilateralmente, de forma intimidatoria.
Terminada la balacera, Magdalena se asoma a las rejas de la puerta y logra ver que frente a la champa de al lado hay tres chicos, menores de edad, tirados en el suelo. Después de las balas atronadoras, ahora sólo se escuchan los gritos de los jóvenes que intentan cubrirse de las patadas de los policías, con fuerza les golpean la cabeza y los genitales. Uno de los tres jóvenes tirados al suelo es sobrino de Magdalena. Acaba de regresar de los Estados Unidos y está trabajando en un call center. Los agentes se llevan a los tres muchachos. No explican a dónde los trasladarán. El miedo de los que observan la detención es que puedan ser arrastrados a un barrio controlado por una pandilla enemiga, para que sean desaparecidos definitivamente. Mientras tanto, algunos periodistas llegan a la escena, se paran en la entrada de la colonia, justo a tiempo de tomar la foto de los tres presuntos delincuentes llevados por las fuerzas del orden. No se detienen ni un segundo para escuchar la versión de los vecinos, no se cuestiona su hubo abusos o exceso de los policías.
En la colonia la vida vuelve a la normalidad segundos después de haber finalizado el operativo policial. Todo parece en calma. Saraí, pregunta a su madre si hubo muertos. No, esta vez no. La niña, de once años, vuelve a la computadora y al facebook.
Para Magdalena está lejos el escenario del teatro donde interpreta otra vida; lejos está la casa resguardada donde trabaja. Anochece. Magdalena mira al vacío.
*Los tres menores fueron liberados en la misma noche, por falta de pruebas que los identifiquen como pandilleros y los liguen a algún hecho delictivo.
**Esta fotogalería fue realizada en el marco del taller "La búsqueda de la visión personal" organizado por el Foro Centroamericano de Periodismo de ElFaro.