Es el mes de octubre y la tradición católica celebra el mes de la Virgen del Rosario. Me dirijo a la parroquia de La Merced, en la zona 1 capitalina, ya que desde que era niño acostumbro visitar el lugar para honrar a la Virgen, pero también para degustar alguno de los muchos platillos que se venden allí: por mi mente pasan los recuerdos de tantas veces que esperaba con ansias estas fechas para juntar mis ahorros y gastarlos en alguna bolsa de churros, de buñuelos o de ricas plataninas.
Miro a mi alrededor y, como es costumbre, muchos otros guatemaltecos han pensado lo mismo que yo: un inusual tráfico se desplaza por las calles aledañas y convierte el estacionamiento en el primer problema. Intento estacionarme en uno de los pocos lugares disponibles e inmediatamente surge de la nada alguien que reclama Q20.00 para permitirme dejar mi carro en tal lugar. Intento razonar con la persona respecto a que el precio es exagerado para la media hora que planeo estar allí. La respuesta es tajante: «Le va a salir más caro si le rompen un vidrio o le roban el radio». He aprendido que es imposible razonar con aquellos que se adueñan de los recursos públicos y finalmente termino cediendo.
Durante muchos años he reflexionado sobre esa perversa situación en la que el abuso en el ejercicio del poder es una característica central de nuestra cotidianidad: la violencia se aprende desde que se nace en sociedades tan desiguales como la nuestra y se reproduce en cada una de las esquinas de nuestra vida diaria: allí está, por ejemplo, mi vecino que, como tiene guardaespaldas, se permite dejar sus carros donde le venga en gana, pues nadie se atreve a decirle que dificulta el paso de todos los demás. En la misma colonia, el parque que debería ser comunal ha sido tomado por los vecinos más cercanos, quienes, armados de cadenas y candados, deciden unilateralmente quién entra y quién no.
Al regresar a casa me fijo en quiénes conducen en contra de la vía o se cruzan el semáforo en rojo con tal de tomar ventaja de todos aquellos que van respetando las vías y las señales de tránsito. Y si por alguna razón me ofusco e intento llamar la atención de los infractores de las reglas, mi esposa inmediatamente me recuerda que debo calmarme porque en esta ciudad no se sabe quién va armado y quién no: no vaya a ser que, por reclamar, algún prepotente nos amenace con un arma.
Lamentablemente, nuestra sociedad reproduce la violencia de mil y una formas en el diario vivir, de modo que muchas personas han aprendido que ante la injusticia es mejor agachar la cabeza y mirar para otro lado. Las pocas veces que he reclamado mis derechos, la respuesta de todos los demás es de un silencio cómplice. Hasta pareciera que el desfasado es el que reclama. «Qué clavero», se nota que piensan los pocos que se atreven a verme de frente. Y el resultado es que no pasa nada: el abusivo se sale con la suya y todos los demás siguen impasibles en sus propios problemas.
Por eso Johan Galtung decía que el origen de muchas violencias directas eran todas esas violencias indirectas que sistemáticamente reproducen el código de la indiferencia ante el dolor y de la insolidaridad, que hace tanto o más daño que la violencia física.
Cambiar este país es indudablemente una tarea titánica, pero, cada vez que me desanimo ante la magnitud de los problemas, recuerdo la semilla que nació a raíz de las movilizaciones del año pasado: hoy germina en un movimiento estudiantil para recuperar la AEU en la Universidad de San Carlos, ¡pero mañana podría significar el inicio de un futuro mejor!
¡Mientras haya vida y entusiasmo habrá esperanza!
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