“La última y nos vamos” (2009) es la película que vi en las vísperas de este 15 de septiembre. Dirigida por la mexicana Eva López Sánchez, ya esto me pareció bastante raro, porque es una de las pocas películas que he visto que son dirigidas por una mujer latinoamericana. La historia es bastante sencilla. Cuenta una noche de tragos de tres amigos de clase alta que estudian juntos en la universidad, que buscan trabajo en el día y se relajan de noche en Garibaldi. Luego de pasar juntos unas cuantas horas y botellas de tequila, toman caminos diferentes.
Uno de los “güeritos” se sube a uno de los buses públicos y termina en una historia de amor pasajero con la mujer mestiza que lo conduce y que debe trabajar para mantener a su familia. El segundo decide ir a un table dance, donde conoce a Lucía, la bailarina erótica a quien invita a desayunar, después de una pelea callejera con un mariachi que fue arrollado por un cuarto amigo, personaje que sintetiza todos los valores de la clase pudiente. El último de los amigos se ve metido -tras haber sido defendido por un joven en una provocación mientras le enseña su Volvo-, en una fiesta de quince años popular, en una casa hecha de cartón donde viven albañiles que lo invitan a fumar crack, y concluye su madrugada defendiendo al joven moreno de unos policías que lo arrestan por su pinta. Al día siguiente, todo vuelve a la normalidad en el Distrito Federal.
El cine, al margen de la discusión de si es arte o no y si lo define el ser comercial o independiente y de bajos recursos, es una manera de comunicar discursos, representaciones, una manera de entendernos como sociedad. El cine es el producto de todo un conjunto de relaciones, elementos sociales, políticos, culturales que en buena parte nos hacen ser quienes somos, a veces también como naciones. Y aunque la discusión en torno a los Estados-naciones hace ver que fueron formados omitiendo a muchos, si cambiara de mecanismo de formación y si se quiere de nombre, se podría aprovechar para la construcción de sociedades más justas e incluyentes.
Mientras miraba la película, miraba cómo los referentes identitarios mexicanos eran una constante: el título mismo de la película, los tacos, el tequila, la central de buses, Garibaldi y la estatua de Pedro Infante… Referentes, cierto, construidos. Pero referentes que hacen pensarse como sociedad. En Guatemala no ha existido siquiera la voluntad de construir referentes que respeten nuestra diversidad pero que permitan sentirnos orgullosos de ella porque se respeta que se es.
Luego, entendí que la película trataba también de cómo esas realidades se podían conocer, cómo existían espacios en que los jóvenes mexicanos podían conocer las realidades de los otros. Y muchas veces para eso sirven esos espacios convertidos en referentes, aún “las cuestiones públicas” como los buses, las plazas. Como el cine también se trata de representación, supongo que esta realidad, aunque no ha de ser generalizada, es bastante cotidiana. O al menos es posible.
Guatemala está lejos de ser así. Las divisiones económicas son las que determinan cómo, dónde y con quién nos relacionamos. Hasta hace poco, cuando el centro de nuestra ciudad no era “restaurado” y transformado en una versión abierta de Fontabella, muchos jóvenes de plata no iban. Pero se cuidan, aún, de ir en domingo. Es decir que son también las realidades económicas las que deben mejorar para que nos empecemos a pensar que de veras estamos todos en el mismo barco.
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