A dicha capacidad se la denomina resiliencia comunitaria, concepto que articulará el trabajo de investigación de los siguientes meses en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) de Guatemala. El proyecto se enmarca dentro del proyecto Convivimos, el cual intenta desarrollar un trabajo comunitario para prevenir la violencia en el marco de la política relativa al tema, formalmente vigente por parte del Ministerio de Gobernación.
Cuando empecé a indagar sobre el tema, me llamó la atención la fuerte carga positiva que tiene el concepto: la resiliencia, en primera instancia, se menciona como una capacidad de las comunidades que debe alentarse para promover entornos sociales óptimos, especialmente para las autoridades encargadas del tema de la seguridad ciudadana. En un proyecto similar desarrollado por Interpeace hace un par de años se precisa que, en una sociedad como Guatemala, la resiliencia no siempre tendrá una connotación positiva. A partir de esa precisión encontré que en el ámbito de la psicología social se utiliza un concepto paralelo al de resiliencia: lo que Dagoberto Flores llama «anomia asiliente»: una actitud enferma producto de un entorno negativo, tal como ocurriría en Guatemala a partir de las consideraciones sobre la anomia del Estado que he trabajado durante muchos años.
La concepción de anomia asiliente me recordó el trabajo del psicólogo estadounidense Philip Zimbardo y su experimento de una cárcel simulada en la Universidad de Stanford en la década de 1970. La principal conclusión fue que el entorno tiene una fuerza determinante en la conducta de las personas: un contexto malvado tiende a producir comportamientos perversos, incluso en aquellos que se pueden considerar buenos. A tal fenómeno Zimbardo lo denominó el «efecto Lucifer», teorización que recuerda mucho el análisis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal y sobre cómo el entorno institucional también explica que las personas puedan escudarse en ordenamientos impersonales para cometer actos perversos.
Zimbardo elaboró, a partir de este experimento, una teorización sobre lo que él denominó «psicología del tiempo»: aquellas personas que tienden al mal se enfocan más en el presente y minimizan el futuro, ya que para tales personas el futuro es incierto o sombrío, pues la vida se juega y se pierde en el día a día o en el corto plazo.
Esta prevalencia del tiempo presente es también un aspecto que explica el fatalismo, un aspecto que me llamó poderosamente la atención para el caso de Guatemala, porque explica en buena medida por qué son tan cortoplacistas en sus planes muchos actores de la sociedad civil, en la cual parece que prevalece la urgencia del activismo político, muchas veces vacío de significado o de un norte estratégico. Muchas derrotas de los últimos tiempos se explican en esa prevalencia perversa en el tiempo presente y en la consecuente minimización del futuro.
La idea, entonces, es propiciar un acercamiento a la realidad que viven algunas comunidades en la ciudad de Guatemala para intentar visualizar cómo dichas comunidades se organizan y trabajan para superar sus adversidades, es decir, los aspectos resilientes que poseen, pero también para encontrar posibles elementos anómicos que tienen una explicación directa en la precariedad de las condiciones sociales, institucionales, políticas y económicas que prevalecen en muchas comunidades de la ciudad de Guatemala.
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