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El Estado salvadoreño y las maras: una historia que se repite y endurece

Nuevas Ideas decidió echar mano de un recurso muy manido: la identificación de un enemigo al que atribuir los principales males: miedo, elusiva inversión y pobreza, entre otros problemas.
Hoy nadie pone en duda que las maras son un problema de gobernabilidad. También lo son, aunque de forma indirecta, para la democracia.
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El Estado salvadoreño y las maras: una historia que se repite y endurece

Historia completa Temas clave
  • El Estado salvadoreño arrastra desde hace más de dos décadas una relación complicada y ambivalente con las maras.
  • Esa relación amenaza la gobernabilidad y podría poner en jaque la hasta ahora imbatible popularidad de Nayib Bukele, quien está atravesando uno de sus períodos más conflictivos.
  • Es preciso poner los sucesos en perspectiva histórica para conocer cuál es el aporte específico de Bukele a una prolongada historia donde el palo ha predominado sobre la zanahoria y donde las zanahorias se han suministrado a escondidas y con finalidad clientelista.
  • Bukele no es el primero en aplicar una mano dura a las pandillas. Su singularidad en parte estriba en los niveles de su ambivalencia y los decibelios de su retórica deshumanizadora de los miembros de las pandillas.

Las políticas públicas aplicadas recientemente por El Salvador para combatir a las pandillas, como una forma de contener la violencia, ponen al presidente Nayib Bukele en un escenario endeble para la gobernabilidad. Hay similitudes con los gobiernos anteriores en la relación del Estado-maras y en este ensayo se hace un recorrido quirúrgico a ocho momentos que comienzan desde la aplicación de la mano dura hasta la cacería de pandilleros.

1. La primera política hacia las maras: la Mano Dura

El Estado salvadoreño ha aplicado fundamentalmente dos corrientes de políticas orientadas a mitigar la violencia de posguerra y disminuir los homicidios: la represión y la transacción.

La represión ha sido la vertiente más consistentemente criticada por los analistas sociales y es principalmente a través de sus palabras que tenemos conocimiento de los mecanismos de esas políticas y de sus efectos, si queremos trascender los meros memorándums de la burocracia. José Miguel Cruz y Marlon Carranza documentaron la ejecución del plan Mano Dura que incluyó la ley antimaras, aprobada por la Asamblea Legislativa el 9 de octubre de 2003, cuyos principales logros fueron el arresto de casi 20,000 jóvenes pandilleros, la sobresaturación del sistema judicial y el sobreseimiento definitivo de la mayoría de los detenidos.

Sonja Wolf explica que la propaganda realizada por el plan Mano Dura se centró en presentar a las pandillas como el principal factor de la violencia de la posguerra y el plan como la primera política estatal para enfrentar el problema de las maras.

En un sondeo de opinión realizado en octubre de 2003, el 21% de los encuestados identificó a las pandillas como el principal problema. En 1994-1995 la tasa de homicidios fue de 138 por cada 100,000 habitantes y se mantuvo alta la mayor parte de esa década. 

Aunque la tasa había disminuido en 2002 a 36 por cada 100,000 habitantes y ese año el Instituto de Medicina Legal solo atribuyó el 4.4% de los homicidios a las pandillas, esos volúmenes fueron la base estadística para justificar las medidas represivas de 2003 como una especie de purga social. 

En julio de 2003 el presidente Francisco Flores anunció ante una asamblea de periodistas que los pandilleros serían sistemáticamente arrestados para restablecer el orden en las comunidades, dado que la policía atribuía la comisión de la mayoría de los asesinatos a las maras.

Los recién creados Grupos de Tarea Antipandilla (GTA) patrullaron las calles y borraron los grafitis.

Con esa iniciativa hizo mutis la administración de Francisco Flores, fallecido en 2016 bajo arresto domiciliario por cargos de peculado y enriquecimiento ilícito.

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Su enfoque represivo fue concebido por el partido Arena para captar votos mediante el populismo punitivo: presentación de los delincuentes como antisociales y de la prisión como la principal estrategia de reducción de los crímenes. 

Y otro elemento: el combate al crimen como principal propuesta de campaña, etiquetado como problema medular. Precisamente con la mira en las elecciones de 2004, el partido Arena había lanzado el plan Mano Dura con bombo y platillo, preocupado por la ventaja que las elecciones de 2000 y 2003 le habían dado al Fmln en la Asamblea Legislativa.

2. De Flores a Saca: de la Mano Dura a la Mano Súper Dura

A Flores lo sucedió su correligionario Elías Antonio Saca, posteriormente también convicto por actos de corrupción. Saca arrancó su gobierno con la convocatoria a unas mesas temáticas de discusión y propuestas, que destilaron una mezcla legal de signos diversos: creación de centros alternativos de internamiento para jóvenes y objetivos de rehabilitación, pero también habilitación de la policía para llevar a cabo registros de menores de edad y retención aplicable a la vaga categoría de «personas sospechosas».

Esos cambios legislativos prepararon el terreno para el plan Súper Mano Dura, que incluyó operativos y programas etiquetados como «puño de hierro», «mano amiga» y «mano extendida». Los operativos «puño de hierro» consistían en redadas policiales en barrios marginales para realizar cateos y detenciones.

Aunque los otros dos programas buscaban la rehabilitación y reinserción social de los pandilleros, el peso mayor lo tenía el «puño de hierro», que entre agosto de 2004 y julio de 2005 se detuvo a 11,659 pandilleros.

Durante todo el período del presidente Saca la Policía Nacional Civil mantuvo el discurso de catalogar a las maras como crimen transnacional organizado, responsabilizarlos por el narcotráfico y culparlos crecientemente de gran parte de los crímenes. Por ejemplo, en 2004 les atribuyó el 50% de las extorsiones; y en 2009, aseguró que cometían el 70%.  La reacción a los operativos inspirados en esa visión fue una tendencia ascendente de los asesinatos cometidos por las pandillas.  En el período de Mano Dura y Súper Mano Dura (2003-2006) el número de homicidios escaló de 2,933 en 2004 a 3,812 en 2005 y a 3,928 en 2006, monto que arroja una tasa de 56 por cada 100,000 habitantes.

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3. Esplendor y naufragio de la Tregua

La vertiente transaccional de las políticas públicas hizo su aparición con el proceso de negociación entre el Estado y las pandillas conocido como «la Tregua», que tuvo lugar en el gobierno de Mauricio Funes, el primero de los dos presidentes que ha colocado el Fmln. Pero su principal impulsor y su cabeza más visible no fue Funes ni su ministro de Justicia y Seguridad Pública, sino Mario Alberto Mijango Menjívar, mejor conocido como «Raúl», su nombre de guerra. Raúl Mijango es un comandante guerrillero del Fmln, partido con el cual rompió en el 2000, después de haber sido su Secretario General adjunto, haberlo representado en la Asamblea Nacional en 1997-2000 y encabezar por tres años un movimiento que buscaba su renovación.

Junto al obispo castrense Fabio Colindres, Mijango representó —sin cargo oficial— al Estado de El Salvador en las negociaciones con los líderes de las principales pandillas juveniles recluidos en los centros penales. Aunque la estrategia fue iniciada, aprobada y controlada desde el despacho del ministro de Justicia y Seguridad Pública David Munguía Payés, éste era consciente de los riesgos políticos que esa propuesta traía aparejados y mantuvo una conveniente distancia durante los primeros meses de 2012, hasta que los destapes periodísticos hicieron inviable desvincularse de la Tregua. 

En 2011, Mijango había sido asesor de Munguía Payés, entonces ministro de Defensa deseoso de realizar intervenciones militares y suspensión de las garantías constitucionales en los territorios bajo control de las pandillas. Munguía Payés después se convenció —así lo sostuvo en 2012— de que un acuerdo con las maras le permitiría controlar el 75% de las muertes del país.

El intercambio más visible al que se llegó fue un pacto de no agresión que redujo de inmediato el número de homicidios y produjo mejoras en las condiciones carcelarias, es decir, el traslado de los treinta líderes más poderosos de las maras —los palabreros— a un penal de menor aislamiento.

Otros acuerdos no concretados incluían «la derogación de la Ley de Proscripción de Pandillas, el acuartelamiento del ejército, el cese de los operativos policiales en los territorios controlados por las pandillas, la derogación de la figura del testigo criteriado y una serie de mejoras en la calidad de vida de los privados de libertad».

El presidente Funes dejó un rastro explícito de su respaldo cuando presentó el programa ante la Asamblea General de Naciones Unidas de 2012 y al atribuirle el descenso de la tasa de homicidios. En efecto, la tasa disminuyó: en 2011 la tasa de homicidios era de 70.3 por cada 100,000 habitantes y en 2012 bajó a 41.5 y descendió a 39.7 homicidios en 2013.

La OEA también le dio un espaldarazo a la Tregua: en julio de 2012 el Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza, se reunió con los líderes de las maras en la prisión de Mariona y les ofreció el apoyo de la OEA como garante del proceso. 

El diálogo era el primer paso al que debían pisar los talones otra serie de medidas no punitivas, entre las que titilaba un utópico aterrizaje local de los acuerdos en territorios a los que llamaron Municipios Libres de Violencia, que se presumía iban a ser priorizados con una sustanciosa inversión social. El vacilante apoyo del presidente Funes no permitió ejecutar esa fase.

A medida que el programa avanzaba, también subieron de tono los ataques y de fuerza las resistencias. La división de la mara 18 en Sureños y Revolucionarios fue una perturbación considerable, y también lo fueron los recelos que los líderes de las clicas —amos de las calles— fueron desarrollando hacia los palabreros en prisión y hacia el alcance de los acuerdos que estaban negociando. No obstante, los mayores diques provinieron de sectores de la sociedad civil y del gobierno. Se habló de beneficios ilegales a las pandillas, supuestamente otorgados bajo la mesa y con fines electorales. Se acusó al gobierno de transar con terroristas.

Carlos Barrera/El Faro

Nunca quedó claro cuánta información manejaba y cuántas directrices definía la pequeña cadena de mando de la que Mijango dependía. Los alcances de las acciones de Mijango por iniciativa propia —con medios legales o ilegales— fueron y son todavía objeto de especulación. No falta quien sostenga que dispuso de una patente de corso que le dio margen para realizar una conducción discrecional.

Los medios informativos, empecinados en la construcción de una imagen de los pandilleros como encarnaciones de demonios, diseminaron con mucha habilidad y éxito la especie de que el Estado había pactado con asesinos.  En octubre de 2012 el Department of the Treasury categorizó a la Mara Salvatrucha o MS-13 como una organización criminal transnacional y por tanto sujeta a las penalizaciones que establece la orden ejecutiva 13581. 

Ese etiquetamiento fue un repudio sin paliativos ni matices a la vía transaccional. Si quedaba alguna duda sobre la posición del gobierno estadounidense, fue despejada por el oficial que declaró que el simple diálogo con las pandillas era un reconocimiento de la pérdida de control sobre el territorio nacional.

Mijango era consciente de que su modelo no era ortodoxo.  Y por eso desde los primeros pasos del programa buscó apoyo mediático y eclesial con el que hacer contrapeso a la mala imagen que el diálogo parecía suscitar por sí mismo, pero que en realidad dependía de una poderosa campaña con intereses políticos.

El periodista de El Diario de Hoy Paolo Lüers y monseñor Fabio Colindres fueron imprescindibles refuerzos y arrastraron la venia de un sector de los medios y la Conferencia Episcopal. Pero el empeño fue un fracaso anunciado. Enfrentó poderosas resistencias: funcionarios que hicieron valer su privilegiado emplazamiento en el tablero político y el sector público para denigrar y forzar la cancelación del modelo transaccional.

Denunciando como amenazas posibles los diques que desde el inicio enfrentó, en una especie de testamento escrito casi al final del bienio de la Tregua, Mijango identificó como primer obstáculo al programa: «Que el temor a pagar los costos políticos por emprender una acción tan controversial como esta impida que el gobierno lo apoye de forma responsable, valiente y clara».

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No hacía falta que Mijango realizara ninguna acción tipificada como ilegal: dialogar con criminales no era un paquete vendible a unos votantes que podían castigar al Fmln en las urnas en las elecciones de 2014. Desde ese nivel hasta la criminalización del diálogo solo había un paso: judicializar la condena que ya había tenido lugar en tribunales mediáticos y políticos.

Actuando como si la Tregua hubiera sido un apéndice no deseado, en 2014 el gobierno de Funes retornó a las políticas represivas. Raúl Mijango fue objeto de las primeras acusaciones en 2016. Lo arrestaron por haber introducido teléfonos celulares en los penales. En 2018 fue condenado a 13 años de cárcel por extorsión, y aún le quedan otros procesos en su contra pendientes de resolución: por mediar en la Tregua y por asesinato.

Ninguno de sus superiores había sido procesado hasta que en 2020 fue sometido a arresto domiciliar y embargos el exgeneral David Munguía Payés, quien en su calidad de ministro de Justicia y Seguridad Pública autorizó el traslado de líderes de las maras desde prisiones de alta seguridad a otros centros de reclusión con medidas menos severas. 

Mijango añadió a su espinoso expediente la fundación en 2016 del Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), que amagaba convertirse en un nuevo partido político de izquierda, competidor del Fmln en el mismo abrevadero de votos.

4. Retorno al palo sin zanahoria

El gobierno de Salvador Sánchez Cerén retomó la ruta represiva, con énfasis en las acciones policiales y militares. Creó las Fuerzas de Intervención y Recuperación de Territorios (FIRT), el Grupo Conjunto de Apoyo a la Comunidad (GCAC), la Fuerza de Tarea «Centro Histórico» y las Fuerzas Especiales de Reacción El Salvador (FES), dotadas de 1,000 miembros —400 policías de élite y 600 militares—, a los que se les imputan ejecuciones extrajudiciales, extorsiones y abusos sexuales, entre otros delitos de un prontuario sangriento.

Al año siguiente de su debut, por cada policía asesinado se contabilizaron 53 presuntos pandilleros ejecutados en supuestos fuegos cruzados. El mayor accionar coercitivo se hizo notar, si comparamos con la situación dos años antes: 103 presuntos pandilleros murieron enfrentándose a la policía en 2014; en 2016 se reportaron 591 pandilleros muertos en esas condiciones y 119 heridos. Solo en la primera mitad de 2017 a la FES se le atribuye la ejecución de 43 presuntos pandilleros.

Aunque muchas acusaciones fueron desestimadas, en febrero de 2018 las FES fueron canceladas, y esa misma suerte corrieron el Grupo de Reacción Policial (GPR), que había asesinado a ocho personas en la finca cafetalera San Blas en marzo de 2015, y el Grupo de Operaciones Especiales (GOPES). Pero al momento de su clausura fueron creados los Jaguares con apoyo financiero estadounidense y un capital semilla de 200 efectivos, algunos de los cuales habían pertenecido a las FES y al GOPES.

5. Nayib Bukele: la amable oferta y la cruel realidad

El sucesor de Funes fue un político que inició su carrera dentro del Fmln y llegó a encabezar las alcaldías de Nuevo Cuscatlán y San Salvador en representación de ese partido, posteriormente saltó al partido derechista Gana para alcanzar la presidencia de la República y finalmente creó el partido Nuevas Ideas para ejercer un control absoluto sobre la Asamblea Legislativa a partir de 2021.

Durante su campaña presidencial y sus períodos como alcalde, Nayib Bukele formuló un diagnóstico del problema en términos que son propios de las oenegés que actualmente fustiga. Criticó entonces las políticas represivas: «Estamos claros de que hay muchas personas poderosas lucrándose del crimen y estamos claros que la delincuencia que sufre nuestro país no puede achacarse únicamente al gobierno de turno; cuando sus semillas fueron sembradas hace mucho por la desigualdad, la injusticia, la destrucción del tejido social, unos acuerdos de paz incompletos e incumplidos, las políticas económicas excluyentes de los gobiernos de Arena y las tristemente famosas ‘mano dura’ y ‘súper mano dura’».

Bukele ofreció distanciarse de las políticas represivas como instrumentos maestros para controlar la violencia en una entrevista que Jorge Ramos le hizo cuando tenía poco más de dos meses al frente de la alcaldía de San Salvador: «La crisis de violencia que padecemos en todo el país se viene gestando desde hace 200 años, y es producto de la injusticia y la exclusión social. En nuestro país se ha roto el tejido social, y eso es el caldo de cultivo de la delincuencia. La apuesta a mediano y largo plazo no puede ser solo la represión. En un mundo desarrollado, los países más seguros no son los que tienen más policías, sino los que tienen funcionando su tejido social».

Bukele el alcalde dijo eso. Convertido en presidente, fortaleció de inmediato el poder coercitivo mediante préstamos que ascendieron a US$109 millones para financiar la tercera fase del plan de seguridad gubernamental, 91 millones para el componente social de los planes de seguridad y 109 millones para la modernización de la Policía y el Ejército.

Con el correr del tiempo y tras una escalada de homicidios que estremeció a la ciudadanía —14 asesinados el viernes 25 de marzo, 62 el sábado y 11 más el día siguiente—, Bukele instauró un régimen de excepción que suspendió varios derechos constitucionales —entre otros, el de la defensa durante un proceso judicial y la inviolabilidad de las telecomunicaciones—, incrementó en 1,450 los militares dedicados a labores de seguridad y condujo a una ola de más de 12,000 detenidos hasta el 15 de abril de 2022.  La «Mano Dura» fue transformada en una «guerra contra las pandillas» que el mandatario planea librar con un ejército ensanchado hasta los 140,000 militares.

Bukele puso la cereza en el pastel con una reforma al Código Penal que le permite sancionar con penas de 10 a 15 años de prisión a quienes «elaboren, participen en su elaboración, facilitare o fabricare textos, pinturas, diseños, dibujos, grafitis o cualquier forma de expresión visual que haga alusión a las diferentes agrupaciones», incluyendo a los medios de comunicación radial, televisiva, escrita o digital que «reproduzcan o transmitan» mensajes de pandillas.

Como acostumbra, proclamó el giro legislativo con una serie de tuits en los que dirigió acusaciones directas a medios de comunicación, oenegés e instituciones que defienden los derechos humanos: «Las oengés necesitan que haya baño de sangre para poder criticar, porque de eso viven, para eso son, por eso han sido creadas. Pero de nosotros depende si nos queremos liberar de los protectores de los criminales, de los mismos terroristas»; «No hay duda que arreciarán sus ataques a medida que sientan que pierden su brazo armado. Vendrán condenas, noticias falsas desde sus medios, demandas internacionales, financiamiento del terrorismo, etcétera. Pero si Dios y el pueblo están con nosotros, ganaremos».

Se ha querido ver en este aparente giro del presidente una inconsistencia de bulto: una vez más Bukele hizo lo contrario de lo que ofreció. Vista las cosas en su contexto, no era previsible ni factible que un populista como él se alejara de una política que se vende tan bien —sin importar su ineficacia— como la mano dura. Bukele en rigor no mintió. Su coherencia descansa en un matiz de su afirmación ante Jorge Ramos: «La apuesta… no puede ser solo la represión». Podría haber añadido, sin perjudicar la consistencia de la frase, aunque sí malogrando el sentido global de su mensaje: «Pero sobre todo habrá represión».

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6. Pactos sin castigo

Ciertamente no ha habido solo represión. Circulan fuertes rumores de que Bukele, al mismo tiempo que perseguía a quienes promovieron el proceso de «la Tregua», sostuvo tras bambalinas una serie de exitosas negociaciones con líderes de las tres principales maras del país —Mara Salvatrucha-13, Barrio 18 Revolucionarios y Barrio 18 Sureños— para asegurarse la baja tasa de homicidios que durante muchos meses se arrogó como un señero logro de su administración. Los pandilleros debían obtener mejoras en las condiciones carcelarias y beneficios para sus miembros en libertad, contenidos en un pliego de 20 puntos que incluyen el cese de operativos antimaras del Ejército y la Policía y de la persecución indiscriminada de pandilleros «solo por estar tatuados», financiamiento para microempresas, empleo, visitas familiares para los reclusos y modificaciones en el régimen de máxima seguridad.

La fiscalía reunió fehaciente evidencia sobre ese trato en un expediente sobre el caso que llamó «Catedral», cuyo proceso investigativo fue truncado por renuncias bajo presión y destituciones de fiscales y magistrados en mayo de 2020. Los reporteros de El Faro revelaron todo, el trato y las evidencias. El expediente del caso —¿destruido, oculto?— incluía videos que mostraban a personas encapuchadas —posibles funcionarios de la Dirección de Reconstrucción del Tejido Social y también pandilleros, según los fiscales destituidos y El Faro— mientras eran conducidas hacia el interior de la cárcel de máxima seguridad de Izalco por el director de Centros Penales, Osiris Luna.

Sobre la base de esa evidencia se erigen especulaciones en relación a un pacto fallido o una ruptura. Los hechos constatables son una reducción de los homicidios: de 103 por cada 100,000 habitantes en 2015 a una tasa de 21. Hechos son también el repunte abrupto y las fotografías de los encapuchados en los penales donde están los líderes de las maras. Las información a ras de suelo recabada por periodistas dice que «el pasado fin de semana, a los oídos y a los teléfonos móviles de cientos de pandilleros de la MS-13 llegó la misma orden: ‘Adelante’», señalando la vía libre para matar, presuntamente por un incumplimiento de los acuerdos.

7. Más allá de la represión coyuntural

Bukele no se limitó a declarar el estado de Excepción y aplicar una mordaza a los periodistas. Quiso dejar una huella de mayor duración y aprovechó la coyuntura y su dominio del poder legislativo para aprobar varias reformas al Código Penal: «Penas de 20 a 30 años de cárcel: a los miembros de agrupaciones mencionadas en el artículo 1 de la Ley de Proscripción de Maras, Pandillas, Agrupaciones, Asociaciones y Organizaciones de Naturaleza Criminal. A los cabecillas: a los dirigentes de pandillas o grupos terroristas y a los financistas de estos se les aplicará una sanción carcelaria de 40 a 45 años. A los mediadores: a los que promuevan, ayuden, faciliten o favorezcan la conformación o permanencia en las agrupaciones, asociaciones u organizaciones también serán sancionados con la pena de 20 a 30 años de prisión».

Caminando a contrapelo de las tendencias humanitarias en legislación juvenil, los diputados establecieron penas de hasta diez años de prisión para los niños que hubieren cumplido los 12 años y de hasta 20 años para los adolescentes de 16 años o más.

Tanto las medidas extremas como su dramática escenificación —destacan  el despliegue militar e innumerables cateos y allanamientos— parecen dictadas más por la rabia que por un cálculo racional. Las palabras del principal actor así lo sugieren.

A mediados de abril de 2022 fue difundido un video que arranca con Bukele erguido sobre un vehículo militar. Escoltado por soldados a los que alguien grita ¡Atención, firmes!, proclama: «Lo que hemos hecho en poco más de una semana nos dice que podemos acabar con este cáncer que se llaman pandillas. Nuestro país vivió hace unos días un aumento de asesinatos por parte de los grupos terroristas conocidos como pandillas. Fueron tres días: viernes, sábado y domingo. Financiados por quien haya sido financiados, planificados por quien haya sido planificados, nos demostró el daño que estos grupos terroristas pueden hacerle al pueblo salvadoreño. Y hace nueve días iniciamos un régimen de excepción en nuestro país… Ahora se esconden como ratas, literalmente. No lo digo como ofensa… para las ratas, por supuesto. Literalmente se esconden en hoyos. Los que aterrorizaban a la población ahora se esconden de nuestra policía y de nuestra fuerza armada. Y ahora vemos a los 16,000 pandilleros que ya teníamos presos en las prisiones de máxima seguridad de nuestro país, más los más de 6,000 que hemos arrestado en estos nueve días. En un total tenemos 22,000 pandilleros, a los que tenemos sin colchonetas, durmiendo en el suelo, hacinados, con dos tiempos de comida… Nuestros amigos de la comunidad internacional… y sus amigos de las oenegés, que se autodenominan de los derechos humanos —y lo digo también entre comillas porque no velan por los derechos humanos— no dijeron nada cuando los delincuentes mataron a decenas de salvadoreños, pero saltaron cuando empezamos a arrestarlos, porque les estábamos violando sus derechos: pobrecitos los criminales… Pero si no limpiamos nuestro país de ese cáncer ahora, ¿cuándo lo vamos a hacer?».

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Bukele no solo llevó las medidas coercitivas a niveles extremos —estado de excepción, reformas a procedimientos judiciales y penas incrementadas—, sino también la retórica. Sus predecesores preferían términos relativamente técnicos y de circulación habitual —crimen organizado, delincuentes, antisociales— para referirse a los pandilleros, mientras Bukele los etiqueta como cáncer y ratas.

El candidato que hablaba de restablecer el tejido social, una vez convertido en presidente decidió que las pandillas no forman parte de ese tejido y que lo único que queda por hacer es extirparlas. Actúa así en parte movido por la frustración de no haber alcanzado dos de las conquistas que se propuso: la masiva circulación de los bitcóins y la reducción de los homicidios.

Una encuesta realizada por el Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop) de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» en agosto de 2022 reveló que siete de cada diez salvadoreños consideran que los diputados deben derogar la Ley Bitcóin.  La población ya votó como si se tratara de un plebiscito que perdió el Bitcoin: apenas el dos por ciento de las remesas son transferidas bajo la forma de esa cripto moneda.

Por otro lado, la tasa de homicidios se disparó, rompiendo con un orden que algunos estiman fue establecido con base en acuerdos subterráneos. Ambos factores están ligados a la inversión extranjera y a la aceptación de Bukele. Las extorsiones de las maras mantienen alejados a los inversores y el reconocimiento del curso legal de los bitcóins debía canalizar capital fresco hacia El Salvador, el país con menos inversión extranjera directa del istmo, situada incluso por debajo de la que llega a la Nicaragua inestable y en aguda crisis.

Aunque la popularidad de Bukele se sostiene —de momento— sin daños severos, su equipo sabe que no pueden seguir acumulando fracasos. Nuevas Ideas decidió —es un decir, porque hay un solo personaje decidiendo— echar mano de un recurso muy manido: la identificación de un enemigo al que atribuir los principales males: miedo, elusiva inversión y pobreza, entre otros problemas.

Algunos presidentes autoritarios europeos —Andrzej Duda en Polonia, Viktor Orbán en Hungría y Aleksandar Vučić de Serbia— han montado su oferta electoral sobre el combate a la migración. Otro tanto han hecho candidatos presidenciales de creciente popularidad en España y Francia. Bukele, quien preside un país emisor de migrantes, tuvo que enfilar hacia otro enemigo: las maras. Migrantes, pandillas. Su ubicación como preteridos escenifica lo que la filósofa Adela Cortina caracterizó como aporofobia: «rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio».

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Ese rechazo cristaliza en incidentes de odio que, cuando los ejerce un grupo que detenta el control del aparato estatal, derivan en una conculcación de los derechos ciudadanos. Al proclamar que los pandilleros están hacinados y subalimentados, Bukele genera una política pública que no solo niega derechos, sino que instituye esa negación como una situación legítima y normalizable. Caracterizándolos como inferiores a ratas, los reduce a una condición subhumana. ¿Qué puede venir después? ¿Cuál es el límite para quien descalifica a quienes intentan ponerles límites que establecen las conquistas internacionales en materia de derechos humanos?.

8. Las constantes: el optimismo tecnocrático y la mirada médica

A grandes rasgos, esa es la secuencia de los recursos legales, humanos y estratégicos con los que el Estado salvadoreño ha enfrentado la violencia. La Tregua aparece como un pequeño paréntesis, al que es debatible si puede atribuírsele incluso este modesto rol.

Fue sin duda un bienio (2012 y 2013) en el que la principal estrategia anti-violencia mostró un distanciamiento de las posiciones del Federal Bureau of Investigations (FBI) y de la Drug Enforcement Administration (DEA).  

La Tregua incluyó la capacitación de alrededor de 16,000 efectivos de la policía en el enfoque de policía comunitaria, una cifra que abarcó al 73% de la plantilla policial.  Pero, vista en el mediano plazo, no rompió la tendencia precedente ni generó una nueva. El gobierno nunca abandonó completamente el modelo represivo.

La apuesta irrestricta por la solución coercitiva al problema de la violencia delincuencial se hizo visible en el incremento sostenido del número de efectivos de la Policía Nacional Civil, que pasó de 17,146 en 2007 a 23,313 en 2018, incremento logrado a contrapelo de alrededor de 300 bajas anuales por renuncia, fallecimiento o destitución. 

El número de policías y soldados asignados a las labores de seguridad pública pasó de 20,296 en 2010 a 24,770 en 2015, con un peso relativo de los militares que saltó del 27 al 32% en ese mismo período.  A inicios del mandato de Mauricio Funes, en junio de 2009, había 6,500 militares asignados a la seguridad pública. Funes terminó su período presidencial en 2014 con 11,200 militares en labores de seguridad, si bien es cierto que durante los años de la Tregua se registró un descenso a 6,200, después de que en 2010 y 2011 habían llegado a 8,200.  La evolución de la población penitenciaria es otro indicador que revela la continuidad sin interrupciones del modelo punitivo. El número de reclusos fue en ascenso acelerado desde 1999 a 2013, pasando de 6,793 a 26,848.

La respuesta represiva ha predominado y ha sido sostenida por administraciones poseídas por la ilusión tecnocrática y la mirada médica. La ilusión tecnocrática consiste en la percepción errónea de que las políticas públicas pueden moldear procesos sociales que ostensiblemente desbordan la capacidad del Estado. Las pandillas y las migraciones son ejemplos de fenómenos avasalladores que escapan a la capacidad de moldearlas de las políticas, programas y legislaciones.

No se trata de que los Estados sean impotentes y deban quedarse de brazos cruzados ante esos procesos que son estructurales y de largo plazo, pero sí de no sobredimensionar su capacidad de incidencia. Desafortunadamente sucede con frecuencia que las políticas públicas incrementan el impacto de los fenómenos y multiplican sus efectos perniciosos.

Por otra parte, la mirada médica consiste en conceptualizar esos fenómenos con un lenguaje y propuestas que derivan de su percepción como enfermedades sociales, tumores malignos que hay que extirpar, fiebres efímeras que se deben controlar. En definitiva, como un problema de salud pública, que es la visión que la Organización Mundial de la Salud ha promovido. Bukele expresó esa mirada de forma muy explícita cuando dijo que las pandillas son un cáncer.

Esa ilusión y esa visión han permeado los objetivos y propuestas de los diseñadores y ejecutores de políticas estatales. La visión tecnocrática-médica adolece de un optimismo que ignora los condicionamientos estructurales: asume que las políticas estatales pueden tener un efecto contundente e inmediato sobre las «dolencias» del cuerpo social. Ese optimismo es considerado un corolario del enfoque de la salud pública, cuyos defensores sostienen que «disponemos de algunos de los instrumentos y de los conocimientos necesarios para cambiar la situación, los mismos instrumentos que se han utilizado con éxito para abordar otros problemas de salud», según afirmó Gro Harlem Brundtland, exdirectora general de la Organización Mundial de la Salud.

Tanto los partidarios de las medidas represivas como los de las medidas transaccionales —la Tregua es el ejemplo más sonado— fueron inspirados por este optimismo y establecieron nexos causales y hasta correlaciones unívocas entre las políticas que propusieron y los efectos inmediatos: para unos el logro fue sacar de circulación a miles de pandilleros; para otros lo fue la reducción de la tasa de homicidios. Ambos encuentran una correlación mecánica e inmediata entre las políticas públicas y los indicadores de la violencia, y cada uno elige a qué indicador dar la preeminencia.

El modelo tecnocrático-represivo ha recibido el decidido apoyo técnico y financiero del gobierno estadounidense , cuya visión sobre las maras se inspira —no en escasa medida— en un documento de 2005 donde el experto en estrategia militar Max Manwaring caracterizó a las maras como:

  1. Nuevos insurgentes urbanos capaces de hacerse con el poder del Estado o de erosionar la gobernabilidad y la democracia.
  2. Un silencioso reto a la soberanía por su carácter transnacional.
  3. Una especie de ejército cuya disciplina e infraestructura organizacional eran bienes preciosos que los narcotraficantes estaban aprovechando.

El documento de Manwaring, que sirvió como vademécum sobre las maras a los cuerpos de seguridad de los Estados Unidos, no era tan exagerado o desatinado como algunos investigadores supusimos en su momento. Hoy nadie pone en duda que las maras son un problema de gobernabilidad. También lo son, aunque de forma indirecta, para la democracia. Los son porque los mareros han sido contratados como mercenarios por los partidos políticos para intimidar a sus rivales y sellar treguas.  Y lo son porque el populismo punitivo se ha convertido en un componente esencial de la política partidaria en El Salvador y otros países de la región.

De esa oferta programática los políticos se han valido para remilitarizar el país, usarla como cortina de humo que oculta raterías y grandes problemas, y también como base para una deriva del sistema político hacia la oclocracia y el autoritarismo.

Las propuestas y conceptualizaciones de mayor impacto y difusión de las agencias estadounidenses sobre el accionar de las maras coinciden con ese documento. Tanto el documento como los procedimientos de los órganos coercitivos de El Salvador hunden sus raíces en las estrategias y categorías de la lucha contra la guerrilla.

Esas instancias no lograron romper los viejos esquemas y ubicarse en los problemas del siglo XXI: las maras son el nuevo enemigo que merece guerra sin cuartel. La intervención militar en barrios y aldeas y la suspensión de facto de las garantías constitucionales, e incluso el mero concepto de «territorios bajo control de las pandillas», retrotraen a la época y tácticas anti insurgentes. No valoraron que no fue esa la vía que condujo al fin del conflicto bélico y a la transformación de la guerrilla en un actor no violento. No podía ser así porque el máximo temor de Manwaring era que las maras obtuvieran lo que el Fmln consiguió: hacerse con el poder.

El modelo transaccional rompió con ese marco interpretativo y los pandilleros adoptaron su jerga para formular su «personaje». Cuando la Tregua fracasó, los pandilleros que la defendieron tuvieron la lucidez de apuntar que ellos eran un fenómeno social y no un fenómeno delincuencial. 

Lamentablemente los gestores de la Tregua no rompieron con otras construcciones más profundas de los marcos de interpretación. Inspirado por un pragmatismo intuitivo —quizá resabio de sus días en la guerrilla—, Mijango usó como herramienta los modos del hombre fuerte, dando golpes en la mesa e increpando a temibles líderes pandilleros que con un chasquido de sus dedos hubieran podido ordenar su ejecución.

Mijango convirtió en recursos los elementos disponibles —el machismo, la situación de poder de facto de las maras— y ponderó adecuadamente las resistencias políticas que a la postre le costaron su libertad. Pero subestimó otras constricciones y calculó con optimismo temerario que una serie de acuerdos con la cúpula pandilleril podía transformar un modus operandi que tenía más de veinte años de ser reproducido y fortalecido.

Ambos modelos pecaron de excesivo optimismo. Del optimismo tecnocrático. Cuando Hannah Arendt señaló que Marx pensaba que la historia podía hacerse como un carpintero produce una mesa, estaba aludiendo a la identificación marxiana de «significado» y «fin».  Si la meta y el sentido de la historia se aprehenden de la misma manera, la clave del triunfo está en averiguar las reglas dialécticas del presente para construir un futuro que satisfaga los intereses de una clase , cuyo programa viene a sustituir «la estrategia de la naturaleza» de Kant y «la astucia de la razón» de Hegel: la acción revolucionaria «hace a la historia coincidir con la ley fundamental de todo cambio histórico». 

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Al margen de si este juicio hace o no justicia a la complejidad y variedad de los planteamientos de Marx sobre la historia, al papel del proletariado y su idea de libertad, vale la pena retomarlo como un símil de lo que les ocurre a los diseñadores de políticas públicas.

La acción tecnocrática quiere producir el cambio en unas condiciones que presume conocer y dominar. Y supone que la implementación de una serie de leyes, programas y medidas —concesiones, en el caso del modelo transaccional— pueden producir una reingeniería social, pueden activar un proceso que imite el de una entidad estatal que corrige el trazo de una carretera o elimina una pandemia mediante la aplicación ordenada y diligente de las vacunas apropiadas.

Las políticas públicas tienen efectos. Eso está fuera de discusión. Pero sus efectos no suelen ser tan inmediatos, poderosos, mecánicos y unívocos como parecen suponer los tecnócratas. Las consecuencias demoran en generarse, no surgen si no hay cambios de gran calado en el entorno y requieren abordajes múltiples y oblicuos. 

Las migraciones de centroamericanos a los Estados Unidos no han podido ser detenidas ni por la legislación y feroces operativos fronterizos antiinmigrantes ni por los millones de dólares que Usaid ha vertido sobre la región para mejorar las condiciones económicas y políticas, teniendo como primordial objetivo la lucha contra la corrupción. Las políticas públicas son relativamente impotentes ante fenómenos de empuje estructural que implica la confluencia de factores potentes y diversos.

Las migraciones tienen un empuje económico, pero también reciben la propulsión de la inestabilidad política, las condiciones propicias de las redes sociales y el arrastre ideológico del efecto demostración y del cruce de fronteras como rito de paso.

Las pandillas pudieron parecerle controlables a Mijango y a Munguía Payés. También —manu militari—  a los presidentes Flores, Saca y Bukele. Pero el automatismo con el que se regeneran las hace más complejas que otro tipo de organizaciones cuya subsistencia y reproducción descansan sobre una cuidadosa planificación, balances financieros, estricta división del trabajo e informes de pulida redacción.

Comparada con una oenegé, una clica pandilleril vive a salto de mata, abrumada por el acoso a sus miembros y el imperativo de reaccionar sobre la marcha, dando golpes de timón que la obligan a reubicar a sus miembros, identificar enemigos y adecuarse a fluctuantes ingresos.

Todas esas movidas las efectúa con suma pericia. Su espontánea vitalidad nos habla de una organicidad de la que carecen otros constructos institucionales: su adaptación al entorno hasta el nivel de mimetización, su respeto de ciertas reglas y su oferta de pertenencia para la inmensa multitud de quienes tienen vedadas otras membresías.

Bukele está escribiendo el transitorio último capítulo de esta trama. Tiene elementos para hacerlo mejor que sus predecesores: el apoyo popular y la evidencia de que la represión aplicada a las pandillas es un intento suicida de apagar el fuego con gasolina. En lugar de buscar otra vía, concluyó que el fallo no fue la represión, sino su dosis: muy poca, a su juicio. Y en vez de restaurar el tejido sobre la base del masivo respaldo del pueblo, como fue su propósito inicial, optó por vilipendiar, deshumanizar y extirpar a una parte de ese pueblo.

Existe la posibilidad de contener la violencia sobre territorios muy afectados. Pero esas contenciones operan de otro modo, no por decretos gubernamentales, militarización o acuerdos bilaterales. Funcionan por medio de intercambios de favores, rituales de respeto, coincidencia del sentido de la justicia… En suma, por la economía moral, que en el caso presente es en parte una apelación a los valores que subsisten pese a la gran transformación donde la «urbanidad» se va tragando a la «ruralidad» sin que se ofrezcan contrapesos que logren paliar las pérdidas y le insuflen organicidad a la nueva configuración socioeconómica y cultural.

A este respecto resulta significativo que uno de los flancos por los cuales la Tregua hizo aguas  fue el de los polos a tierra de las pandillas: no obstante la granítica estructura piramidal, las clicas que están en contacto con el entorno no reconocieron el diálogo como un proceso realizado «conforme a Derecho», es decir, en consonancia con su código ético.

La Tregua faltó a la economía moral de los vasos comunicantes de poder, finanzas y respecto entre los distintos estratos de cada una de las maras.

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