Cuando apelo a pensar en la diversidad de situaciones por las que se podría defender la Carta Magna, con la misma pasión que la que se pone para vetar la candidatura de Sandra Torres, mi propósito es denunciar la instrumentalización de la opinión pública y la manipulación que ello suscita. Denunciar que según los intereses que se tocan, así es la mayor o menor cobertura mediática para una acusación de fraude de ley. Y denunciar que se utilice la acusación (de fraude de ley) con un escándalo propio de un estado de Derecho en donde por regla general se respetara la ley, eclipsando otras razones dignas de mayor escándalo bajo el debate de las prohibiciones formales.
Cuando hago un paralelismo de esta situación con la de otros candidatos que, de no haber cambiado su estatus legal antes de postularse a la Presidencia, también habrían tenido prohibiciones constitucionales, no defiendo la legalidad de la inscripción de Sandra Torres. Lo que hago es señalar la patética situación en la que, como Torres, se encuentran muchos candidatos para poder aparecer en la foto. Lo que intento además, cuando digo que hay otras razones (incluso más pesadas) para el “veto” no sólo a ésta sino a los demás candidatos, es que reflexionemos y discutamos sin dobles raseros acerca de lo que subyace a los requisitos y las prohibiciones formales.
Como bien afirma uno de los interlocutores en el debate que cito, “hay un peso cultural fuerte en el hecho de que los medios concentren su atención solamente en la agenda urbana conservadora. Hace falta que se abran a otros grupos y permitan que la pluralidad de la sociedad se refleje en el debate mediático”. Por eso apelo no solo a que cuestionemos quiénes se benefician con la confusión producida por este relajo telenovelero, sino también a que nutramos el debate ejerciendo el criterio propio, “dándole la vuelta” al examen de los candidatos y llegando a donde el artículo 186 de la Constitución no llega. ¿Quiénes son y quiénes han sido antes estos personajes? ¿Qué causas han apoyado? ¿A quién sirven? ¿De qué se les acusa? ¿Con quién se comprometen, qué favores deben, de quién reciben financiamiento? ¿Qué realmente hay detrás de la multitud de vallas y el Photoshop?
Mi intención en la columna anterior fue apuntar a que este debate debería trascender el plano del positivismo jurídico clásico que se ocupa sólo de la legalidad, los procedimientos y los requisitos, y radicalizarse llevándolo al plano sustancial de los fines de la democracia: no solo hay que fijarse en si se podría transgredir la Norma Suprema por ser caudillo de golpe de Estado, militar, ministro de religión o culto, pariente del presidente, o demás supuestos contenidos en las prohibiciones para postular al cargo de presidente o vicepresidente de la República, contenidas en el cada vez más famoso artículo 186 constitucional.
Esa discusión es entretenida, pero no da para mucho si se queda en la dimensión formal, ya que las prohibiciones, o tienen una duración temporal o pueden ser saltadas cambiando de estatus legal. Incluso, siendo expresas pueden saltarse con la ayuda de un fallo al incuestionable estilo de la Corte de Constitucionalidad, como sucedió en el pasado con la candidatura de Efraín Ríos Montt. Por eso, en este punto suscribo el criterio de uno de los interlocutores de la discusión aludida, quien afirma que el debate público debería estar centrado en los desafíos que el divorcio plantea a la justicia constitucional, pero no por ello debería negar los desafíos igualmente relevantes que se les plantea a otros candidatos: “La idea es que el ciudadano comprenda los claros y oscuros de todos los candidatos, en vez de venderse la idea de que hay una candidata que enfrenta desafíos constitucionales, mientras los demás candidatos parecen no tener ningún problema digno de debate público”.
Llevar el debate al plano radical de la democracia implica trascender la noción democrática formal de las prohibiciones como límites al poder, para entender y defender además la sustancia democrática concreta: las libertades y derechos, la vida misma de un pueblo de carne y hueso. Creo que esa es una ruta que nos ayudaría a despejar la lectura constitucional de un fraude de ley “a la Torres”, tanto como de un monopolio cementero “a la Novella” o de un fallo constitucional “a la Ríos Montt”. Todos ellos muy legales, faltaba más. Y ese mismo plano radical y sustancial de la democracia nos debería conducir a condenar de paso situaciones más patéticas pero no menos peligrosas, como los ofrecimientos de campaña de Manuel Baldizón de llevar a Guatemala al mundial de futbol.
Ante semejante historieta, me pregunto si el caos e inestabilidad sería producido solo por la elección de alguien como Sandra Torres, tal como afirmaba uno de los interlocutores de la discusión a la que aludo. Yo que lo veo con “ojo ciudadano” desde hace 16 años, pensaba ilusamente cada cinco años que esta vez sí habíamos tocado fondo y era imposible que fuera peor. Pero ha sido peor cada vez. Por eso suscribo la crítica de Alejandro Flores al cinismo de este sistema caótico perfectamente orquestado y esa apatía por el performance que representan todos estos patéticos personajes cada vez que se convoca a elecciones. Yo también estoy harta.
Y por eso me parece tan importante el ejercicio del propio criterio, el atender a la sustancia democrática concreta y el seguir ventilando este debate más allá de las formalidades legales del artículo 186. Hay que desmontarles el show. Este sistema está quebrado. Como dice Luigi Ferrajoli: “Una democracia puede quebrar aún sin golpes de Estado en sentido propio, si sus principios son de hecho violados o contestados sin que sus violaciones susciten rebelión o, al menos, disenso”. No se nos olvide que esas violaciones se han estado orquestando tanto dentro como fuera del sistema. Y nosotros, con todo esto delante, ¿estaremos disintiendo al menos?
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