De pronto un semáforo se puso en rojo y paré. Frente a mi vehículo había otro cuyas luces señalaban la intención del conductor de virar hacia la derecha. Transcurrieron unos leves segundos en los cuales percibí la realidad como un todo, pero sin ser consciente de lo que sucedía a mi alrededor, pues los ruidos de autos y bocinas se confundían mientras vi a un policía de Emetra que estaba dirigiendo el tráfico a unos cuantos metros, los peatones iban con paso rápido en diversas direcciones y mi propio cansancio a cuestas se reflejaba en pequeños espasmos musculares en la espalda.
En esas estaba cuando una escena irrumpió de pronto en mi campo visual: dos jóvenes estaban en el auto de enfrente, en la ventanilla del conductor, ambos tapándose y moviéndose de una manera rápida y sospechosa. Observé sus gestos, los movimientos corporales de ambos, como si estuviera presenciando una obra de teatro en pleno centro de la calle. En un momento la mirada de uno de ellos, del más alto, se cruzó con la mía y fue como una especie de reconocimiento mutuo. Por aquello de las prevenciones desvié la mirada lo más rápido que pude, pues en ese momento vi cómo el más alto, ese que no me quitaba los ojos de encima, se metía una billetera en la parte frontal del pantalón, mientras se quedaba con un celular de última generación en una de sus manos. Luego, ambos salieron corriendo como almas que lleva el diablo y el semáforo dio luz verde. El carro ya no cruzó hacia la derecha, sino que continuó en línea recta, y yo debí poner mi vehículo en marcha.
Solo habían pasado unos cuantos segundos. Fue entonces cuando tomé plena conciencia de que había presenciado un asalto.
Surgió en mí la necesidad de racionalizar lo que recién había visto. Primero, di gracias a la vida porque no fue a mí a quien habían robado, aunque, claro, lamento que este hecho se haya dado; segundo, porque en apariencia no hubo ningún hecho de sangre; tercero, porque pronto el semáforo dio luz verde y pude alejarme del sitio lo más rápido posible; cuarto, porque, aunque me estaban temblando las piernas, las manos y en realidad el cuerpo entero, y una sensación de miedo me subía y bajaba de la boca al estómago, estaba viva y había sobrevivido un día más a la violencia capitalina.
Paradójica cuestión. No habían pasado ni dos cuadras cuando en un anuncio por la radio escuché la voz del presidente, quien aseguraba que en su gobierno sí se habían cumplido las promesas sobre la erradicación de la violencia, porque antes “había solo nueve operadores que atendían las llamadas a la Policía” y ahora “hay 150”.
Ciento cincuenta operadores que toman llamadas telefónicas para que la Policía acuda ante diversos hechos de violencia que ocurren a diario, me dije. Luego de lo que recién había vivido, en una reacción muy chapina, reí con ironía en lugar de llorar. Pensé que por lo menos 141 personas más ahora tienen empleo, aun cuando los ciudadanos sigamos teniendo la impresión —corroborada por las estadísticas y la experiencia cotidiana— de que las cosas en realidad no han mejorado.
Y sobre estos hechos hay mucha tela que cortar y muchos temas de los cuales hablar.
Sin embargo, me dedico solo al que está relacionado con este que viví el martes pasado. ¿Por qué en Guatemala se roban tantos celulares? ¿A quiénes les conviene que este hecho se siga dando? ¿Quiénes son los más beneficiados? Los ciudadanos honrados seguramente no. ¿Por qué no se exige, como en otros países, que para comprar un celular, aun cuando sea con tarjeta prepago, haya que presentar toda la documentación? ¿Por qué las grandes empresas venden chips incluso a cinco quetzales, fomentando con estas ventas los asaltos y las muertes violentas? ¿Por qué tanto nuestros representantes políticos como las autoridades siguen sin poner fin a estos hechos?
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