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Manolo E. Vela Castañeda. Simone Dalmasso

El libro que busca hacer justicia y cortar esa idea de los traidores

Tener ese cuadro más preciso nos permite a todos como sociedad tomar decisiones en relación a ese pasado.
Con lo que yo me quedo es con la capacidad de todo ese grupo de sobrevivientes, de vivir la vida a pesar de todo.
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El libro que busca hacer justicia y cortar esa idea de los traidores

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Es una tesis que no está escrita en un lenguaje académico, o sí, pero igual la entiende quien no sepa de los grados de violencia del Estado contra quienes disentían. Gente quebrada ante las muchas formas de tortura física o bajo la amenaza de que lastimaran a un ser querido. Delatores los llamaron. Manolo Vela prefiere «personas en momentos donde la capacidad de decidir se anula». De eso trata su publicación más reciente.

La estación del Ferrocarril de Los Altos (1930-1933) ahora es un centro cultural donde se celebran exposiciones y conciertos. Los Ángeles Azules y Bronco se presentaron ahí en «La Zona», la versión antigua y breve de un nombre largo como lo fue Zona Militar 17-15 o Brigada Militar Manuel Lisandro Barillas.

Mi yo de 13 años pasaba por ahí en 1985 de camino al instituto donde estudiaba, me parecía bonito el edificio donde antes se estacionaban los trenes. También me gustaba el olor de los cipreses podados con frecuencia para conservarlos como rectángulos verdes. Había soldados en sus esquinas que no me intimidaban, me acostumbré a su presencia con todo y ese fusil al pecho.

Ahí torturaron en 1981 a Emma Molina Theissen. Su historia y la de otras personas, las recoge Manolo E. Vela Castañeda en su último libro «Micropolítica del terror y de la resistencia». Lo que viene después en letras más pequeñas anticipa con más precisión de qué trata el texto: de los «militantes de alto riesgo, escuadrones de la muerte y centros clandestinos de detención». Los hubo en los departamentos, lo mismo que en Ciudad de Guatemala. De hecho, esta conversación se realizó a cinco cuadras de otro centro de tortura conocido como El Búnquer, adentro de la Guardia de Honor en la zona 10.

¿Por qué hablar de nuevo sobre este tema? «Porque este es un pasado que se niega a terminar», responde el autor de las 326 páginas narradas en una prosa cercana y vívida. Tanto, que atraviesa el cuerpo cuando describe las capuchas elaboradas de tubo de neumático para asfixiar y de cómo las víctimas se aconsejaban maneras para contener la respiración para sobrevivir en caso les tocara. Aunque no había mucho que recomendar ante los toques eléctricos sobre los resortes de metal de un camastro.

Manolo Vela no habla de traidores sino de humanos en cada historia. Porque «no podemos juzgar realmente a las personas que decidieron colaborar con alguno de los escuadrones de la muerte, eso no es posible, las personas (en esa situación) ya no tienen capacidad de decisión». De eso trata su lectura.

—¿Cómo vivió 1981? El año cuando sucedieron varias de las historias que incluye en su libro.

—Debe haber sido un año bastante difícil para mí porque viví dos cosas, la separación de mis papás y la migración de la ciudad de Mazatenango para la Ciudad de Guatemala. Seguramente su relación estaba mal cuando mi mamá aprovechó eso para viajar a la capital con la excusa de acompañar a mi hermano que se había venido a estudiar computación y luego Derecho.

Tenía 10 años, yo nací en 1972 y eso fue en el 82, en el 83 empecé a estudiar aquí (la capital) el quinto año de primaria. En 1981 debió ser ese proceso de separación.

—Era un niño ebullido en los problemas de casa, ajeno a lo que sucedía en el país, de las torturas, ¿cómo llega a esas historias?

—Nosotros éramos de las familias de… más que no ver lo que pasaba, no queríamos ver. Esa era la clave. De espaldas a la realidad con un propósito claramente defensivo, ellos, en mi caso, no, porque era una persona muy pequeña, pero en el caso de mi hermano, sí, me lleva 10 años. A través de lo que yo escuchaba con él es que yo puedo entender cómo vivíamos ese tiempo.

Cuando él iba a entrar a la universidad (en 1981), mis padres hicieron un gran esfuerzo en ponerlo a estudiar computación en la Universidad Mariano Gálvez porque tenía esa idea de decir «no, no podemos dejar que se vaya a la Universidad de San Carlos porque lo van a matar».

Tampoco a Quetzaltenango. A un amigo de él, de su entorno más cercano lo mataron, él había ido a estudiar a Quetzaltenango y lo desaparecieron. Mi hermano tenía otro amigo que participaba en el partido comunista y trataba de reclutarlos. Él escapó de todo esto, estudió computación, pero en el 84 u 85 entró a San Carlos.

En realidad, llego a esas historias porque me planteo dos interrogantes: ¿Por qué no fue posible en el caso de Guatemala hacer la revolución? Traté por un tiempo de desentrañar esa interrogante y eso me lleva a la otra parte de la historia, los grados de violencia a los que el Estado echó mano para defenderse frente a lo que pudo haber sido una revolución.

—¿A quién le escribe este libro?

–Creo que a varios públicos. Un público pequeño son las propias voces de los sobrevivientes y sus familiares. Ahí hay un vínculo que uno entable a la hora de introducirse a esos temas. Ellos me brindaron muchísimo de su tiempo, sus historias, para ellos también es difícil.

Cuando pactamos una entrevista, para ellos es difícil porque vuelven a rememorar y casi que a vivir lo que pasaron. Una parte es para ellos, cada uno vive historias diferentes, hay que reconocer lo que hicieron, las luchas en las que estaban, que no merecían ese trato, que de alguna manera se haga justicia a través de una publicación.

Otras historias de un veneno que se va inoculando a través de un tiempo muy largo, continua, que son esas acusaciones de traición. Son personas que fueron capturadas por los escuadrones y que… algo que yo descubrí es que en ese contexto ya no hay decisión.

No podemos juzgar realmente a las personas que decidieron colaborar con el escuadrón, eso no es posible, las personas ya no tienen capacidad de decisión. Y entonces de alguna manera el libro busca hacer justicia y cortar esa idea de los traidores, aunque ahí hay otra parte de los familiares de quienes fueron ejecutados o desaparecidos por la delación de esas personas.

Ese es un nivel muy de cada quien. Uno puede pensar «¡Ah, el perdón es lo único que te libera!», pero eso lo dice uno, muy diferente es estar en los zapatos de las otras personas. Es como otro nivel. Esas historias de traición que a través de esa narrativa haya probablemente otra interpretación.

—De camino, escuché la entrevista al actor de calle Panchorizo, a él le secuestraron a su papá cuando era niño. Le preguntaron, «¿qué le dirías a toda esa gente que no quiere olvidar?». Le pregunto a usted, ¿por qué es importante no olvidar?

—Está la parte base, general, que creo que es una parte ineludible de la historia del país. Cualquier fragmento de la historia vale la pena profundizar, descubrir todas las capas. Tenía una idea borrosa de los actores, de los procesos, de las fechas, de las decisiones, de las circunstancias de por qué se llegó a esto. Pero al terminar la investigación ya tienes una imagen más precisa de qué fue lo que pasó, en qué momento se tomó la decisión, quiénes fueron los perpetradores, las víctimas, sus historias… un cuadro con mucha precisión.

Y es el que nos sirve a todos. Sabiendo qué pasó, tomar decisiones de ‘ya no queremos repetir esto mismo que pasó’. O también, bueno, yo sé eso y puedo entender que en las élites tengan la imagen de que esto nos va a llevar a ser otra Cuba, tenemos que defendernos con todo. O ellos también habían sido víctimas de operaciones de la guerrilla.

Tener ese cuadro más preciso nos permite a todos como sociedad tomar decisiones en relación a ese pasado. Este es un pasado que se niega a terminar. Estamos viendo ahora un lamentable encarrilamiento de muchos procesos hacia ese pasado. Por ejemplo, el empleo de la justicia con propósitos de atacar a la oposición política, a la oposición social o a la prensa. Justo eso es lo que en aquel tiempo permitió que esos grupos pudieran operar, sentían que no pasaba nada, ellos podían agarrar a una persona en cualquier lugar de la ciudad, desaparecer, torturar y ahí no iba a pasar nada.

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Ese sentido de impunidad es el que ahora está regresando y cómo las instituciones de control las hemos ido perdiendo de 2017 hasta ahora.

—Este libro, a diferencia de otros suyos, está contado de manera más cercana, ¿es diferente a otros que ha escrito? Los anteriores le hablan a un sector académico y este en particular a quien quiera leerlo.

—Pues qué bueno. El anterior libro, «Los pelotones de la muerte» era una tesis. Entre la tesis y el libro creo que se mantuvo mucho la tesis. Entre 2014 y ahora… eso de (escribir columnas en) elPeriódico aprendí a comunicarme con otros recursos más allá de la jerga académica con la que se escribe un libro de sociología, historia, hacer uso de otros recursos. Aunque ya el capítulo ocho de Los pelotones, donde se trata de hacer una descripción sobre la masacre, intentaba hacer eso porque era la forma de rendir un homenaje a las víctimas, a sus familiares, a los sobrevivientes. Tratar de entregar un relato de las masacres. Ahí había algo de esto, pero hay otras partes más densas con un lenguaje más académico.

—Le dedica buena parte al tema de los «traidores», los llama «la construcción del estigma». Su Libro, de hecho, deja ver que la militancia la hacían personas, seres humanos y no máquinas de guerra, ¿de eso se trata?

—Sí, me conmovía mucho esas partes cuando platicaba con ellos y precisamente ese era un punto muy sensible, quizá de las partes dolorosas para ellos. Te digo, más que la tortura, esa idea de «¿yo por qué tengo qué demostrar que valió la pena que saliera vivo de ahí?». «¿Por qué le tengo que demostrar a la gente que mi vida tuvo sentido después de ahí?» O los relatos con mucha carga de dolor de «yo sobreviví y de ahí vi a personas que eran mis amigos y me dieron la espalda en momentos en los que más lo necesitaba». De eso me acuerdo mucho.

Decía uno, «aunque sea como somos los guatemaltecos, si necesitás algo avisame», pero todos sabemos que nadie le va a avisar a nadie, pero aunque sea solo por el gesto y ni eso recibían. O cuando fue de emprender procesos judiciales, el primero, el de la Corte Interamericana. Los familiares vinculados al diario (militar), ahí, algo que estaba enterrado volvió a emerger como en 2009 o 2010 porque la sentencia fue en 2012.

—Cuando aborda esas historias todas son muy urbanas, no incluye las de guerrillero de fusil de montaña, ¿por qué deja por fuera esos relatos y se enfoca en lo urbano?

—Este trabajo fue diferente al de Los Pelotones porque tuve la idea de trabajar perpetradores, pero otro tipo de perpetrador que eran los escuadrones, ahí me aproximé a las fuentes, pero ya no pude. Es decir, lo que tocó fue identificar a un conjunto de sobrevivientes y desde su mirada analizar a los perpetradores. Es una dinámica muy urbana que se centra en la ciudad capital. Es que aquí fue donde estaban las unidades más activas, creo yo, de la guerra urbana.

Como llegamos a establecer, todos los destacamentos en ese tiempo, crearon, construyeron dentro de los cuarteles un espacio para centros clandestinos de detención (CCD), pero los ejes de la guerra urbana, el eje principal estaba aquí en la capital. Estaban aquí a pocos metros (la entrevista se realizó en un restaurante a cinco cuadras de la Guardia de Honor) de «El Búnker». Uno puede casi pasar tocando la pared del CCD en la esquina hacia el este de la Guardia de Honor, primera avenida y Jardín Botánico. Y el de Mariscal Zabala.

—Son dos militancias muy distintas. El guerrillero de montaña iba armado, si te encontraban te mataban, no había tortura como sí la de ciudad.

—La aplicación del interrogatorio siempre en el contexto de la guerra contrasubversiva es una constante, porque tenés en frente al capturado. El capturado es una fuente muy valiosa  de información de todo, de dinámicas, de conocimiento de la organización, del liderazgo, de los métodos, de los planes a futuro.

Entonces, tanto a nivel rural como nivel urbano, el empleo del interrogatorio, sea con tortura o no es algo muy valioso. O métodos más sutiles como la infiltración o el empleo de informantes que trabajan para el Ejército.

—En el libro va dejando nombres y fechas de sus entrevistas, ¿cuánto tiempo le tomó recoger toda esa información?

–Fue un trabajo que empecé en 2017 en Comalapa, Chimaltenango, los capturados en distintos lugares de Guatemala que fueron hallados en el Cuartel de Comalapa. Pero de manera más sistemática, hacia los años 2018 y 2019, cuando tuve un año sabático en la universidad (Iberoamericana de la Ciudad de México) decidí trabajar en este texto. Y la pandemia me permitió escribir.

—Todas las militancias son de riesgo, de hecho lo pregunta en su texto (página 253). ¿Bajo qué condiciones puede alguien decidir ser parte de un movimiento a sabiendas que aquella decisión puede traerle graves consecuencias?

—Esa era la otra parte del libro, una gran pregunta. Nos la habíamos planteado en 2011 cuando hicimos la primera edición de este libro, éramos un equipo de investigación formado por Leticia González, Marta Gutiérrez y Denise Phé Funchal. Nos propusimos contar la historia de la fundación del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), un grupo de mujeres en medio de un cementerio en el que se había convertido la ciudad que plantaron cara a los militares y preguntaron dónde estaban sus familiares. Ese fue el GAM en 1984.

En aquel momento no empleamos esa teoría de los movimientos sociales. La idea a la que llegamos fue cómo se toman decisiones que parecen una locura. Las respuestas de 2019 se concretaron en el libro en 2011, era que ya no les importaba nada, estaban con una sensación de mucho dolor, de mucho odio porque se habían llevado a sus familiares, ya no les importaba nada. Si ya se los llevaron que me lleven a mí también. En este trabajo fue posible profundizar un poco más en esto.

Ahí la respuesta está dada por esa profundización de la militancia, las personas establecen lazos más cercanos con esa organización con la que participan y eso les hace adquirir un sentido de pertenencia, de responsabilidad con quienes han sufrido hechos de violencia, «por ellos vamos a seguir».

Las organizaciones también van generando esas ideas de vale la pena por los compañeros que han muerto, nosotros vamos a continuar. Las personas van creyendo en eso. Cuando escuchaba las ideas de las que está hecha esa parte del libro, yo realmente me sorprendía; la historia de Sergio, ¿a quién se le ocurre ir a meterse a la CNT después de lo que pasó? O la historia de Aura Elena, la de Elizabeth… cómo es que te atrapan, lográs irte y volvés. Yo me maravillaba. O la historia de Alba. Esa idea de que ya no vamos a militar en lo público sino como cuadros de una organización militar en la ciudad.

Son historias sorprendentes de vidas llevadas al máximo.

—¿Habría podido investigar y escribir el libro si no hubiera sido parte? Usted militó.

—No, yo creo que haber participado en estas organizaciones me lo permitió. Cuando se habla en esa parte de la militancia de alto riesgo o de las militancias mixtas, (esto último era) lo que yo hacía… para nosotros la firma de La Paz era algo muy bueno porque pensábamos que en cualquier momento podían desaparecernos.

Yo dormía en diferentes lugares, pocas veces en mi casa. Si hubieran querido, lo habrían hecho. Como grupo decíamos qué bueno que esto se acabó. Cada cuatro o cinco años sistemáticamente se llevaban a un grupo de la Asociación (de Estudiantes Universitarios, AEU); Oliverio Castañeda en 1978; Carlos Cuevas Molina, en 1984, y los sucesos de 1989. Yo entré a AEU en 1992 con la campaña de los 500 años de resistencia. De ahí la secretaría de la AEU.

—Su libro tiene muchas historias, ¿le han propuesto llevarlo al teatro, al cine?

–El libro Los pelotones lo hicieron obra de teatro, creo que se llamaba «Bienvenidos al glorioso», no recuerdo el nombre del dramaturgo que usó un fragmento para esa obra que puso en escena. Me dio mucho gusto ir a ver la potencia que tienen los diálogos. Especialmente, veo la parte de uno de los capítulos dedicados a contar la transformación de los jóvenes en soldados, él lo recrea muy bien.

—Pensaba en el documental «El silencio del topo» donde a su protagonista (Elías Barahona) lo consideraban traidor, pero era lo contrario, salvó la vida de muchos militantes, ¿qué le deja escuchar a quienes le contaron que no aguantaron esos toques eléctricos o esa capucha de tubo de llanta y toda esa batería de tortura?

—Una parte del libro es una especie de embrión de un artículo, en uno de los primeros borradores todavía empleaba esta idea de la toma de decisión. Luego me di cuenta de que ahí no hay capacidad de decisión, nadie puede decidir en una circunstancia de esa naturaleza. Del otro lado la explicación desde las organizaciones revolucionarias, guerrilleras que te dicen, no, los militantes debían estar entrenados o capacitados. Es muy difícil juzgarlo. Es muy difícil decir «él no entregó o él no se quebró». ¿Cómo lo vas a saber? Es muy difícil llegar a establecer eso.

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Del otro lado tenés el discurso de las organizaciones en una situación de guerra, tenían que estar preparados para eso, que los militantes debían ser fuertes y todo ese discurso. Con lo que yo me quedo es con la capacidad de todo ese grupo de sobrevivientes, de vivir la vida a pesar de todo. De cómo siguen viviendo y siguen disfrutando la vida.

—¿Qué mensaje da a la gente que dice «¡Ah! Otro libro sobre la guerra», «dejen eso en el pasado»?

—Las historias de esas personas que alcanzaron a sobrevivir y que mantienen esa alegría de vivir a pesar de todo, a mí me dicen mucho hoy de que hay esperanza y tiene sentido hacer cosas y no doblegarse por nada y ante nada. Y sobre todo, a pesar de la gran adversidad que uno puede vivir en estos momentos de la vida hay que apreciar las cosas que uno tiene, las alegrías pequeñas. Aproximarse a la guerra te permite tomar contacto con estas grandes historias protagonizadas por estos hombres y mujeres que te dan lecciones para hoy, para enfrentar cosas que tenés hoy en términos macro o micro de tu vida, de tu cotidianidad. Creo que eso te permite apreciar.

Creo que también hay otras historias más allá de la guerra, en eso he estado.

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