Después de 18 años de “dosis personal,” hay un consenso emergente, por lo menos en sectores ilustrados, que criminalizar el consumo es un despropósito tanto en términos prácticos como morales. Sin embargo es menos común aplicar la misma lógica al tráfico, una que permita allí también pasar del Estado represor al Estado desarmado.
En términos estrictamente utilitarios, la guerra a las drogas es un desastre para Colombia, un desastre de proporciones difíciles de calcular. Los amigos economistas se hacen un ocho intentando producir modelos que sumen todos los costos, cuentas que van desde qué pasaría si esos recursos se destinaran a propósitos sociales hasta intentar estimar cuánto le cuesta al país cada alcalde corrupto, cada fiscal o general comprados. Sin hablar de costo ambiental y humano de una frontera en expansión donde reinan el fusil y la motosierra.
En términos morales, el desastre no es menor. Si partimos de una moralidad secular y cívica, cuya base es el respeto por la dignidad y la autonomía de cada cual, no podemos menos que llorar. ¿Cómo pensar siquiera el impacto en el país de la desvalorización del cuerpo y de la vida, el culto al consumo de cosas y de gente, de la mano de la reproducción permanente de los valores del guerrero, pero vacíos de honor y de templanza?
Es fácil imaginar la debacle moral que viene de la mano de un “patrón del mal” del narcotráfico, sicópata y multimillonario. La realidad es más pedestre: a la sombra del narcotráfico ha crecido, voraz, un mundo de cientos de miles de personas “normales” que aprenden en él que la vida, propia y ajena, no vale nada.
La lógica del desmonte de esta tragedia no puede ser la misma de los países consumidores donde la salida es limitar, y regular, el consumo de sustancias. La lógica es desmontar en cambio la guerra misma, el aparato destructor de vidas, valores, amores y hectáreas. El desmonte radical de la guerra requiere repensar al Estado desarmado: más y mejores colegios y servicios sociales y públicos, más legitimidad y transparencia de los gobiernos locales, menos tolerancia por la falta de civilidad, más recursos para la vida pacífica, y más esperanza para los chicos “sin futuro” de las barriadas.
Pero no sólo eso: también requiere una Policía especializada que, como la agencia de narcóticos norteamericana, base su acción en la desarmada, e imbatible, combinación de infiltración, manejo de fuentes, protección de testigos, estímulo de la delación y sofisticada inteligencia. Y con una depuración interna constante del precio alto que también pagan por acercarse tanto al corrupto mundo donde se ofrece plomo, o plata. Mientras los Estados Unidos se despierta de su pesadilla Republicana, en Colombia podemos sobrevivir con más inversión en el Estado desarmado, en especial en programas probados en Estados Unidos y en Italia para el desmonte del crimen organizado. La plata y el esfuerzo legislativo no se deben botar en financiar el uso indiscriminado e impune de la fuerza letal, en una imitación fútil del enemigo y sus inagotables ejércitos de chicos pobres dispuestos a morir. En este momento nos serviría más un Estado inteligente y desarmado que la represión armada de las Bacrim, represión que no es otra cosa que la trágica guerra al narcotráfico.
* Desde el jardín, en La Silla Vacía, 25 de agosto
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