Con alguna frecuencia nos reunimos Federico, Gabriel y yo. El primero es carpintero, el segundo cura y yo médico. Fuimos compañeros en la escuela primaria y hemos mantenido nuestra amistad a través de los años. Gabriel ejerce su misión pastoral en Francia y es él quien nos convoca al diálogo virtual o presencialmente. Para mejor entender nuestros coloquios, le sugiero al lector remitirse a mi artículo El carpintero, el cura y yo.
Pareciera que hay una desconexión entre los dos párrafos anteriores, mas no es así. Sucede que, habiendo tanto de que hablar, preferimos escoger un tema para optimizar el tiempo. Es una cuestión de inicio porque de ahí partimos hacia muchos otros. Recientemente elegimos, como plato de entrada, la estulticia.
Federico, con su sempiterno sarcasmo, nos recordó un día del mes de octubre de 1966. Nos escapamos de la escuela a instancias de Gabriel. Nuestro objetivo era llegar hasta el río Cahabón, distante unos 300 metros de nuestro centro de estudios. El propósito era darnos un chapuzón y volver antes de que terminara el período de recreo. Gabriel, como siempre, iba adelante de los demás. Muy cerca del río se nos perdió de vista y, cuando estábamos por llegar a la poza donde nadábamos, lo vimos aparecer de vuelta en un recodo. Venía corriendo como nunca lo había hecho. Detrás, muy cerca de él, se percibía visual y sonoramente un torete presto a embestirlo.
¿Cómo encontramos otro camino para llegar a la orilla? No logramos recordarlo. Pero nos zambullimos uno tras otro y estuvimos como media hora flotando en la poza porque el dichoso animalito no se retiraba de la orilla por donde obligadamente tendríamos que volver a la escuela.
De vuelta en el plantel, y sabido nuestro profesor de grado de lo sucedido, nos dejó como tarea escribir 500 veces: «No debo practicar la estulticia». (Ya se nos había advertido de no escaparnos durante los recreos). El trabajo no fue fácil. Sobre todo porque tuvimos que explicar en nuestras casas el porqué de aquel deber.
Cuando Federico terminó su incomparable narrativa (recordaba hasta los más pequeños detalles), nos preguntó: «La palabra estulticia, ¿les recuerda algo o alguien?». Él dice que se refería a nuestro profesor de grado, pero yo respondí: «¡A ciertos personajes del gobierno actual!». Y de ahí partimos para todos los otros temas.
El que más nos hizo reír fue el atinente a los dislates de la Cancillería. Nos quedó a manera de duda: ¿quién diablos manda en el Ministerio de Relaciones Exteriores? Y nos quedó a manera de certeza: la estulticia de las personas que sin ser diplomáticas de carrera hacen y deshacen en dicho ministerio.
El tema que más nos preocupó fue el concerniente a esa psicopatología social que se siente, percibe y sufre como vergüenza ajena. Me refiero a ese grupo de personas, cada vez menor (afortunadamente), que sin un mínimo conocimiento de historia y de política tilda de izquierdismo, socialismo o comunismo cualquier intento de justicia. Y ahora han dado en adjetivar de golpe de Estado todos los quehaceres relacionados con el trabajo del Ministerio Púbico, la Cicig, los tribunales y las cortes, ya que se está alcanzando a personas otrora intocables. En orden a esos lunáticos, los tres exclamamos: «¡Vaya colmo de la estulticia!».
Los papelones que vive haciendo el presidente también fueron tratados como tema. Ya es todo un caso de referencia internacional. Y ganado a pulso. El problema es el riesgo en que sitúa al Estado, a los guatemaltecos, al país.
Cuando Gabriel se puso al alcance del torito, tenía tan solo 12 años. El hombre ese, el presidente, supera ya las cuatro décadas. No obstante su edad, sigue provocando a ciertos toros con los cuales no puede lidiar después. El ridículo viene en consecuencia.
¿Habrase visto tanta estulticia en otra época de la historia de nuestros gobiernos?
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