De Gabriel —otro compañero de grado— dudamos mucho cuando nos dijo que iba a ser cura. No teníamos certeza de su vocación. El tiempo nos demostró lo contrario. El tiempo y los logros de aquel amigo que llegó a la escuela sabiendo solo q’eqchi’ y ahora habla español, inglés, francés, latín y griego.
Nos reunimos anual o bianualmente cuando Gabriel viene a Guatemala y nos convoca a la misma taquería donde refaccionábamos entre 1963 y 1966. Este octubre recién pasado solo pudimos estar el carpintero, el cura y yo. No arreglamos el mundo pero sí hablamos del nuestro. Lo analizamos y nos proponemos alguna conducta —mínima y alcanzable— que permita mejorarlo.
Gabriel sigue dedicado a la educación superior. Federico, a un tablado educativo muy especial: Reeducar a sus nietos y nietas. La escuela no responde a sus necesidades reales. Solo en feriados se pierden más de 20 días al año: 7 de Semana Santa; 5 de la feria patronal; 4 durante los festejos patrios; entre 5 y 8 en fiestas como el Día de la Madre, el Día del Árbol, el Día del Padre y, no echamos en cuenta las semanas dedicadas a los repasos de marcha y todos aquellos en los cuales el maestro o la maestra (demasiado ostentoso el título), es convocado/convocada a capacitaciones, apoyo al gobierno de turno, marchas de tinte político y ventaneos de cuanto jocotes se les ocurra a las autoridades ministeriales o locales.
Considerando que para cada 15 de octubre las escuelas ya cerraron, las y los estudiantes reciben menos de 150 días de atención real al año.
¡Solo en Guatemala!
Sin embargo, Federico cree que aún hay esperanza. Conoce a maestros y maestras quienes, los días sábado y domingo, reponen el tiempo perdido. Y no son pocos los alumnos que se acogen a tan bondadosa actitud. Eso sí: tienen que acudir a un salón parroquial para no tener dificultades administrativas ya que la escuela no se puede abrir en días inhábiles.
Razón tiene nuestro amigo carpintero de estar entregado a la reeducación de sus nietos. Aparte de que, como se quejaba muy enojado: «No obstante mi condición de carpintero jubilado, mi ortografía es mejor que la de muchos “profesores”», tiene que batirse con la peor crisis económica que haya pasado nuestro pueblo aunque el gobierno diga que estamos en una tierra que mana leche y miel.
Esta vez Gabriel no habló tanto. Recapituló y cotejó nuestros argumentos con sus experiencias allende las fronteras de Guatemala. Palabras más, palabras menos, su compendio fue similar a las denuncias expresadas el día de ayer, 30 de noviembre, por el Patriarca Ecuménico de Estambul (Iglesia ortodoxa) y el papa Francisco (Iglesia católica): La pobreza que agobia a millones de seres humanos, las víctimas de los conflictos armados endógenos o externos y la muchedumbre de jóvenes sin esperanza.
Federico no es un carpintero común. Ya lo dije. Es un artista de la madera y tiene en su casa más libros que algunos petulantes oradores que yo conozco. Por supuesto, mucho más de los que hay en las casas de algunos candidatos a corto plazo pretendiendo ser alcaldes o diputados en Alta Verapaz. Cerró su participación diciendo: «Muchos creen que la salida a esta crisis es la religión, otros consideran que la solución está en la ciencia, la educación la esgrimen todos pero ninguno habla de responsabilidad y honestidad».
Como en cada encuentro, el último brindis lo hicimos con el último sorbo de café de olla (de barro). Esta vez, Gabriel y Federico expresaron: «Reheb’ li poyanam tuatuukeb’ xch’ool. Eb’ li komon ch’olch’ookeb’ chiru naq li tuqtuukilal ut li oxloq’ink ha’an li chaab’il yu’an».
Brindamos por la gente buena, por las personas que tienen fe en los valores y por aquellas que aún confían en la palabra otorgada como prenda. En resumen, por una vida digna.
Mi amigo, el dilecto Magister Rodrigo Chub Ical, lingüista, me transcribió nuestro brindis al q’eqchi’ actual. Conste, Gabriel no está muy de acuerdo con la nueva forma de escribirlo pero la verdad, muy lejos se fue y hace muchos años. Quizá el próximo año Rodrigo pueda estar con nosotros y nos ilustre acerca de las grafías.
Cuando salimos de la taquería eran las 7 de la noche. Caminamos en silencio, con las manos entre las bolsas del pantalón. Había frío. Al pasar por una cantina escuchamos entre gritos y sandeces los acordes de El caballito de palo.
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