Nunca como hoy el mundo ha estado al borde de una hecatombe. Desde nuestro entorno local hasta los confines más lejanos del planeta. Tanto así que el teólogo Leonardo Boff, citando al filósofo Martin Heidegger, ha prevenido: «Temo que la arrogancia típica de Occidente, con su visión imperial al juzgarse mejor en todo, no acoja este camino pacificador y prefiera la guerra. En ese caso, vuelve a tener significado la sentencia profética de M. Heidegger conocida después de su muerte: “Nur noch ein Gott kann uns retten” (entonces solo un dios puede salvarnos)».
Se refieren Boff y Heidegger al peor camino que el ser humano ha escogido en las últimas décadas: la guerra en lugar de la paz. También a esa condición del arrepentimiento in extremis, cuando ya nada puede hacer con relación a la vorágine que ha desatado. En ese orden, quizá sea la cuarta estrofa del poema Sátira filosófica, de sor Juana Inés de la Cruz, la que mejor retrate esa circunstancia: «Parecer quiere el denuedo / de vuestro parecer loco / al niño que pone el coco / y luego le tiene miedo».
Pero las guerras en tanto conflictos no se circunscriben a las convencionales (de las cuales la industria cinematográfica se ha beneficiado con millones de dólares). La guerra puede ser un comprometido brete social circunscrito a un territorio donde la violencia hace presencia con su cauda de muertes individuales o colectivas. El caso de la disputa territorial de las maras, por ejemplo. Y también existe el modelo de ciertas guerras en las cuales el conflicto puede ser entre dos o más corporaciones que se disputen el mercado farmacéutico de un Estado y el resultado lo sufra la sociedad. En este último caso, la basa es la corrupción. No obstante, para muchas personas, toda esa corruptela proviene de la voluntad de Dios.
El caso de Guatemala es patognomónico. Nuestra sociedad es sufrida y a la vez impasible. Incluso ante la falta de insumos vitales como alimentos de calidad, adecuada atención hospitalaria, medicamentos en los centros de salud, una elemental seguridad social, documentos de identificación personal, pasaportes y placas para nuevos vehículos (entre los más mencionados). Aun bajo esas condiciones se prefiere caer en la invocación a un dios inconexo con nuestra terrible situación social que enfrentar con dignidad a los responsables de la debacle del Estado. Parece que se olvidó o nunca se supo que una de las tantas maneras de lograr la realización personal y grupal estriba en el refrán: «A Dios rogando y con el mazo dando» (entendido el mazo como la voluntad).
Ni duda cabe de que, en relación con ese estado in extremis en que vivimos, nosotros tenemos cuando menos corresponsabilidad histórica. Llegamos a tal condición por torpeza o por falta de discernimiento. De ello advierte Boff: «Debemos tomar en serio las advertencias de sabios como Eric Hobsbawm al concluir su conocido libro La era de los extremos: el breve siglo XX (1995:562): “El mundo corre el riesgo de explosión e implosión. Tiene que cambiar […] la alternativa al cambio es la oscuridad”. O la del eminente historiador Arnold Toynbee, que, después de escribir diez tomos sobre las grandes civilizaciones históricas, en su ensayo autobiográfico Experiencias (1969:422) nos dice: “Viví para ver el fin de la historia humana tornarse una posibilidad intrahistórica, capaz de ser traducida en hechos, no por un acto de Dios, sino del propio hombre”».
El recién pasado viernes 7 de abril me dijo una persona: «Mire, usted. Yo ya no me preocupo de nada. Ni de don Jimmy [nuestro presidente] ni de esos relajos de los migrantes ni de si va a haber guerra mundial o no. Yo ya no me preocupo de nada». Cuando le maticé los últimos sucesos terroristas de Londres, Estocolmo y Rusia y los trágicos hechos que están sucediendo en nuestro país (como la muerte de un subinspector de la Policía Nacional Civil provocada por una turba en la aldea Los Encuentros, Sololá), me respondió como enajenado de su realidad: «Pues yo ya no me preocupo de nada porque es Dios quien decide todo». ¡Vaya, pues!
Negar los conflictos, su existencia, o minimizar su gravedad puede ser un mecanismo de defensa, pero también puede significar una soberana estupidez.
Así que tiempo es de asumir nuestras responsabilidades sociales. Principalmente para quienes nos decimos cristianos, ya que nosotros no somos exclusivamente alma ni solamente espíritu. También somos cuerpo y sociedad. Así me lo explicó recientemente un cura. Así lo creí al escucharlo.
Que la paz y la reflexión nos inspiren esta semana. Hasta el próximo lunes si Dios lo permite.
Más de este autor