Pero las posibilidades de la población guatemalteca para quitarse el hambre son mínimas. Revisando los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida (ENCOVI) 2011 nos damos cuenta que el 40% de la población (pobreza no extrema) apenas logra alimentarse y el 13% (pobreza extrema) ni siquiera tiene para comer; es así como más de la mitad de los(as) guatemaltecos pasa dificultades para mitigar el hambre.
Y con el hambre viene su manifestación física más evidente: la desnutrición. Mientras la desnutrición aguda es responsable de la muerte de miles de infantes cada año, la desnutrición crónica les causa a nuestros niños y niñas serias dificultades para crecer y desarrollarse plenamente. La desnutrición crónica es uno de los cucos sanitarios del país, quizá el indicador (de enfermedad) más difícil de disminuir, porque refleja bastante bien las condiciones paupérrimas en las que vive la mayoría de Guatemala. Para el 2008-2009, la desnutrición crónica afectaba a más del 43% de los(as) menores de cinco años de edad; aún siendo una prioridad de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, el monitoreo de SEGEPLAN ha sugerido que no se alcanzará la meta de reducirla al 29%, para el 2015.
Ante la magnitud y dimensión de estos problemas en el país, cualquiera debería alegrarse de que el gobierno impulse el Pacto Hambre Cero, dirigido a reducir la desnutrición crónica, prevenir las muertes por desnutrición aguda, combatir el hambre y promover la seguridad alimentaria y nutricional. Los programas Hambre Cero no son una novedad, habiendo sido implementados previamente en otros países, como Brasil y Nicaragua, comprendiendo transferencias monetarias condicionadas, acciones de fortalecimiento de agricultura de subsistencia, microcréditos y atención de salud.
En Guatemala, sin embargo, la operación del Pacto se ha basado casi exclusivamente en la Ventana de los Mil Días, limitándose sus metas a: identificación de niños con desnutrición aguda para su recuperación nutricional; atención prenatal y del parto; consejería en lactancia materna y a mujeres; entrega de micronutrientes (vitamina A, ácido fólico, zinc, hierro y “chispitas”); alimentación complementaria y desparasitación. Algunas familias recibirán, ocasionalmente, una bolsa con alimentos que les permitirá comer durante un par de semanas. Ahora bien, las intervenciones mencionadas tampoco son –discúlpenme que les pinche el globo– de ningún modo novedosas. Básicamente, sigue siendo el paquete de intervenciones de supervivencia infantil impulsado por UNICEF desde el inicio de los ochenta, conocido como Atención Primaria en Salud Selectiva (APS-S).
Por favor, no me malentiendan; los micronutrientes, las vacunas, la desparasitación y la recuperación nutricional son acciones básicas y necesarias que los servicios públicos de salud no deben dejar de hacer. El problema se da cuando el gobierno deja fuera otras acciones vitales como: agua, saneamiento, condiciones de la vivienda, fortalecimiento del autoconsumo, mejoramiento de ingresos, y distribución y productividad de la tierra. En otras palabras, seguimos esperando que un problema como el hambre se resuelva con consejos y vitaminas.
El hambre es un asunto complejo para el que no hay salidas fáciles. Nos hemos vuelto expertos en repetir frases como: dele leche materna, hierva el agua, lávese las manos y prepárele así la comida, teniendo siempre el cuidado de no tocar problemas álgidos como la falta de agua potable (no sólo intubada), el escaso saneamiento ambiental, las malas condiciones laborales o la desigual distribución de la tierra. Concuerdo con el Dr. Carlos Arriola, experto en la problemática de la desnutrición en el área chortí, cuando dice: “… no se puede hablar de Hambre Cero, cuando la tierra está también a cero, cuando no se toman medidas estructurales que demuestren por lo menos la intencionalidad de atacar el problema de manera frontal.”
De seguir en las mismas, Guatemala tendrá hambre por mucho más tiempo.
Más de este autor