Seguramente el principal antecedente que pudo haber guiado el proceso actual es el malogrado intento de hace 13 años para cumplir el Acuerdo Sobre Reformas Constitucionales y Régimen Electoral, uno de los 10 acuerdos de paz de 1996. Aunque aprobada por el Congreso en octubre de 1998, esa propuesta de reforma constitucional no fue aprobada en la consulta popular de mayo de 1999.
Ese fracaso nos dejó amargas lecciones, en cuanto a que, si bien sabemos que nuestra Carta Magna debe cambiarse, debe hacerse con mucha seriedad, cuidado y tino. Y si algo debió haber quedado claro de esa amarga experiencia fue que se debía evitar sobrecargar la propuesta con temas que pueden resolverse con legislación ordinaria.
Lamentablemente parece que el equipo asesor de Pérez Molina, y el mismo presidente no han aprendido esa lección. Por un lado, con una actitud timorata y poco decidida, etiquetada de “prudente criterio de viabilidad política”, omitieron temas claves como la tributación, el financiamiento de las campañas electorales y la problemática agraria. Si ese era el criterio, entonces resultan incomprensiblemente desatinadas y fuera de lugar propuestas como los 7 principios para las compras estatales o enunciados ambiguos como la “preferencia” por el equilibrio presupuestario.
Me parece que hasta el más novato estudiante de Derecho sabe que en la Carga Magna no deben figurar preferencias o enunciados ambiguos, y que el carácter del texto constitucional no debe ser reglamentario. Algunas de las más desafortunadas propuestas sin duda fueron el resultado de encendidos y profundos debates entre los miembros de la comisión presidencial para elaborar la propuesta, pero que quizá por la premura o la presión que ejerció la oferta del mismo presidente para presentarla al Congreso el 2 de julio, resultó en un texto “final” elaborado a la carrera, incluso con errores de redacción y de forma como números de artículos equivocados.
Sin duda un primer error fue fijar un plazo tan corto, cuando la lección del fracaso de 1999 urgía a seguir un proceso serio y cuidadoso, sin careras y presiones. El error no es gratuito, porque el rechazo y la desaprobación a la propuesta de Pérez Molina y su equipo prácticamente dan por desperdiciada, otra vez, una oportunidad de oro para avanzar hacia la solución de nuestros problemas.
La situación actual llama a que el gobierno de Pérez actúe con humildad, sabiduría y valentía y atendiendo la crítica, que ha sido abundantemente constructiva. Primero, debe atender las múltiples observaciones en cuanto a que mucho de lo que se incluyó en la propuesta no requiere modificar la Constitución, pero sí reformas a la legislación ordinaria.
Si el propósito de esta propuesta no era distraer, sino un compromiso real por lograr las reformas que nuestro país necesita, entonces el Gobierno debe corregir el rumbo impulsando primero reformas mucho más urgentes. Una propuesta clarísima es proceder cuanto antes a la aprobación de la ley contra el enriquecimiento ilícito y la corrupción, y reformar profundamente la Ley Electoral y de Partidos Políticos, buscando eliminar la mafia inmunda que a través del financiamiento de las campañas electorales manosea y prostituye nuestro sistema político electoral.
Sólo así el gobierno de Pérez Molina podrá demostrar la credibilidad de sus intenciones (lo que no logró con esta propuesta, fomentando en cambio el rechazo y la desconfianza). Pero, si no tiene el valor ni el poder (¿la mano dura?) para lograr estos dos pasos iniciales fundamentales, ¿qué esperanzas tenemos que logre una reforma constitucional que sí valga la pena?
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