Muchos han puesto de manifiesto su descontento y sus corazones rotos debido a la oleada de “malas noticias” (si les podemos llamar así, en el mejor de los casos) de estas últimas semanas que han superado –por su descaro y cinismo– lo ya terrible de la cotidianidad guatemalteca.
El drama no termina. Hace un par de días nos enteramos de dos amparos que favorecen a Roxana Baldetti para restituirla en su cargo de secretaria general del Partido Patriota, dejando sin efecto la sanción del TSE. Entre quienes otorgaron estos amparos figuran cuatro magistrados de salas de Apelaciones y otro para la CSJ que justo, fueron reelectos (¡mire las casualidades!) por un Congreso de la República pintado, no de azul y blanco, sino de naranja y rojo, con la ayuda de cuestionables Comisiones de Postulación.
El hecho que tengamos a la Vicepresidenta del país, junto a otros funcionarios, de lleno en actividades de su partido de cara al proceso electoral es sumamente preocupante, pero a la vez ilustrativo de la política real, eso que tenemos que está muy lejos de lo que nos enseñaron que era el sentido de la democracia.
Existen posturas a favor y en contra de que los funcionarios electos popularmente –a través de un partido político–, sigan militando e incluso dirigiendo un partido político. Para mí está claro: una vez electa la persona se debe quitar la playera de color porque llega a un puesto a tomar decisiones que afectarán la vida de toda la población, no sólo de quienes le votaron.
La vocación por estar en un partido político debiera responder a la aspiración de llegar al poder como representante del demos para buscar mejoras en la comunidad o nación –entendiendo el poder como la posibilidad de tomar decisiones sobre lo público que afectarán a otros–. Sin embargo, tenemos claro que la política real, lo que tenemos, nos ofrece todo lo contrario. Los incentivos para entrar en este tipo de política son otros, muy alejados de lo que nos enseñaron sobre la democracia.
La pregunta de todos es, ¿en qué momento tocaremos fondo? ¿Cuán grande es nuestra capacidad de aguante de burlas, descaros y cinismos de la clase política y la oligarquía? ¿Cuántos meses, años, décadas o siglos podemos dejar que las cosas sigan como hasta ahora?
Y son estas preguntas las que se vienen planteando desde hace mucho tiempo y, en épocas como éstas, resuenan con más fuerza. Este tipo de preguntas que mientras más avanza el tiempo y descubrimos que siempre podemos pasar de lo peor a algo mucho peor, son más urgentes de responder y sin embargo, el tiempo sigue pasando sin que construyamos y concreticemos esas respuestas en acciones.
Los efectos principales de estos procesos de hartazgo son dos. El primero y más preocupante es el abonar a la idea que la política es mala y sucia. Nos quieren hacer creer que la política no es para quienes nos consideramos “buenos” y entonces nos apartamos de ese macabro campo y nos dedicamos sólo a ver por nuestro perímetro. Ello además cuaja muy bien con las ideas sobre individualismo y competitividad con las que nos bombardea el sistema hegemónico actual, y casa perfectamente con el terreno que fueron preparando las políticas de ajuste estructural para reducir el Estado en los noventa. Esa ola del desprestigio a la política, me parece, no es casual.
El otro efecto, como lo han señalado ya varios colegas, es la oportunidad de tocar fondo y reaccionar, ¡actuar!
Está bien si usted no se mira en un partido político. Yo tampoco (ya me cuesta creer en eso). Pero tenemos que politizarnos, salir de nuestra zona de confort y empezar a convivir y dialogar con las necesidades de los demás, organizarnos y luchar por las demandas sociales desatendidas, interesarnos por la cosa pública para lograr transformaciones sociales, económicas y políticas. No les dejemos el manejo de lo político a los políticos. Resignifiquemos la política y seamos nosotros y nosotras las políticas.
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